martes, 3 de noviembre de 2020

¡QUÉ SE MUERAN LOS FEOS!

Me enamora la ternura, la bondad y por supuesto la diferencia. 

El niño que en el patio del colegio está en el rincón solo, fantaseando y buscando hormiguitas para ayudarles con las miguitas de pan, ese, cuando se hace adulto, desarrolla un poder seductor irresistible que detecta a niñas como yo, fuertes y poderosas, caballonas y bastas, que se derriten con un puchero, solo con intuir un poco de dolor ajeno o un gesto de la cara, los ojos o las cejas, la frente e incluso la boca, que indica que debajo hay un alma maravillosa.

He conocido a uno de esos, dice ¿no? para afirmar, y siempre esconde su sonrisa intentando inmovilizar los pómulos para que yo no me ponga muy creidilla. Tonterías, pero seguro que bien estudiadas por la madre naturaleza para cumplir sus objetivos.

Me da coraje no ser como otras personas que visualizo en el mundo, que saben lo que les conviene y pujan por eso sin dejar que nada ni nadie las desvíe de sus objetivos. Me iría mejor en la vida, cierto, pero no sería yo. De hecho, creo que no me gustaría ser una de ellas.

Mis recuerdos de la infancia son muy parecidos a los de la actualidad que vivo, distintos personajes pero igual argumento. Me sale la violencia cuando veo de lejos abusar, cuando está cerca el abuso, no me doy cuenta, es como una garrapata en mi oreja. Rasco, lo intento, pero no me duele igual.

Ahora bien, si veo como a una niña le bajan los pantalones del chandal en el patio, no sé ni como, lo siguiente que recuerdo es tener debajo de mis rodillas la cara de la que lo hizo, no sin antes ayudar a María del Mar a subirse los pantalones. Recuerdo incluso que eran naranjas claritos con tela de aquella de toalla y una gomita muy débil en la cintura. Aquella niña larguirucha, rubia con el pelo muy lacio, con la nariz puntiaguda no le hacía daño a una mosca, pero mis amigas, las que a mí siempre me guardaban el aire, con ella eran muy crueles. Siempre que yo no estuviera cerca, claro. 

Me da lo mismo lo que pienses de mí, supongo que depende de tu poder de observación. Si, soy violenta, y me mira la gente a mí, por violenta. La loca, el demonio de Tasmania, sin comprender que ellos no tienen el botón de cámara lenta que yo aprieto de vez en cuando.

“Dicen que voy deprisa, que risa, eso es porque no escuchan mi pensamiento” - fragmento de una poesía que escribí un día de estos.

Y reviso la jugada con mi dedo inquisidor, y abro la boca y los agujeros de la nariz, aprieto la mandíbula y de pronto, aparece la otra, corriendo a cámara lenta con sus zapatones de charol del cuarenta o los tacones flamencos de hoy en día que rompen las baldosas que saltan por los pasillos con mi poder mental el peso de mis intenciones, cargarme a todo el que se menee.  Y salto sin mirar, ni como ni porqué, sin medir consecuencias, confiando tan solo en el todopoderoso que siempre me protege, a mí me ayudan vivos y muertos. 

El mundo en general solo ve el final, su nervio óptico no actúa hasta que su tímpano envía mensajes de alerta a su celebro. No tienen ni pause, ni reven, mucho menos el botón de cámara lenta. Solo reciben la imagen de la María Zapatones pegando gritos y con esos pelos, que como siempre, no se ha peinado esta mañana tampoco.

¡Bah! Ya a estas alturas de la película no me paro en explicaciones, el que quiera saber que se meta en Google.

Que se mueran los feos, que los perrillos de chiquitillos todos son bonicos, que la humanidad renazca y que no quedemos ni un adulto en el mundo. 

Ya, dirás, ¡qué bruta! No tengo culpa de que no tengas los botones que yo tengo para ver lo que yo veo. 

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