He conocido a una persona que dice que me quiere, que dice que soy un encanto, que lo pongo a mil… y yo no hago nada más que ser yo. Le cuento muchas cosas mías malas, le canto desde el principio para espantarlo pronto y no perder tiempo ni sentimientos.
Consigo todo lo contrario.
Su valoración es distinta y no lo entiendo.
Es más pesado que mi gato Moriarti que ya es decir, ya está
aquí otra vez, ni me puedo sentar para escribir sin que me clave sus uñitas
despacito mirándome a los ojos.
Él también es sorprendente, aunque no lo sabe, se oculta
porque es más inteligente que yo.
Me habla de muchas cosas y no repite. Tiene mejor memoria que
yo y muchas cosas que contar. Me gusta escucharle y me sorprende porque lleva
mucho tiempo hablando y tengo la sensación de que solo he descubierto el azúcar
de la magdalena.
No me provoca poesías a los tres días porque simplemente estoy
en modo ahorro energía, esperando que llegue el momento en que empiece a
recortarme las puntas, a limar mis asperezas, a tender los trapos al sol, a mostrarme
mis partes feas para que aprenda y mejore.
Esperando estoy a que meta la pata para desaparecer, pero no
hay manera. Me dice: piénsatelo. Y pienso, y espero, y esperando comienzo de
nuevo a descubrir.
Releo la larga lista de cosas malas que van a pasar, deduzco por premisas de otras experiencias que después viene lo siguiente, pero siempre me sorprende.
No, viene otra cosa que no es igual a la anterior y ni mucho
menos lo que se esperaba. Todo esto me hace seguir investigando, gracias a la curiosidad
que tengo por la humanidad en general y a mi exceso de tiempo libre.
Si, ahora trabajo poco dentro y fuera de la casa, me queda
un poquito de obra, pero poca cosa. No escribo, no salgo por el asunto del
virus, no voy a mi campo, no estoy acostumbrada a tanto pensar.
En el último tercio estoy, con la sensación de que este no
tendrá nada que ver con los anteriores. Solo espero que me acompañe la salud o
venga por mí la muerte, pero me huelo que voy a divertirme lo que me queda de
vida.
No me quiero ni acordar de las personas que no son conscientes
de que la vida se acaba desde el momento que empieza. Estas que están
frustradas por asuntos de un día, cuando la vida es de muchos días juntos. Personas
que valoran su felicidad con cosas materiales, con triunfos o fracasos en el
exterior de su cuerpo, cuando lo verdaderamente importante ocurre en tu interior,
cuando creces tú, no tu patrimonio.
A mi me gusta crecer pero no limar, no recortar, no pulir. Si algo no me gusta, lo guardo en mi interior y lo recubro con otra costra de cosas nuevas, pero me duele perder nada de mi persona, porque al final, es lo
único que me puedo llevar a la tumba.
Si hay que sanear se sanea, lo sé. A veces es mejor una retirada a tiempo, pero soy de esas personas a la que no le importan los cepazos, los morados y los daños, me gusta dar un triple salto mortal para cruzar por el paso de peatones.
Cada señal en mi cuerpo es un recuerdo de un intento más por cambiar mi interior. Me gusta eso: cambiar, crecer, aprender... pero no recortar que duele, ni las puntas.