Yo siempre fui el mayor, no solo por nacer veinticinco
minutos antes que Javier, sino porque aunque parezcamos iguales, los gemelos
idénticos también tenemos nuestra propia personalidad, yo era el más responsable
ya desde pequeños.
Recuerdo en una ocasión, antes de ser internados en el colegio, que se hacía tarde y yo le pedía a mi hermano
que volviéramos a casa. Siempre quería un poco más. Siempre era él el que nos
metía en líos. Me marché enfadado y lo dejé en el parque. Cuando había andado solo
un par de calles, tuve un presentimiento y eché a correr de vuelta a su
encuentro. Efectivamente le estaban pegando. Al verme se sintió salvado y se
creció. Juntos éramos invencibles. Podíamos con todos y con todo. Sorprendíamos
al enemigo con nuestro parecido, lo desconcertábamos. Solos nos encontrábamos
perdidos pero juntos nos envalentonábamos e incluso nos poníamos chulillos.
¡Me los imagino!
En el colegio nos defendíamos siempre. Todos tenían cuidado
de meterse con nosotros porque sabían que éramos dos. No es lo mismo ser dos
amigos, incluso ser dos hermanos que ser, nosotros dos. ¡Eh! ¡Cuidado, qué
vienen los Vivó!
Compartíamos todo, hasta los castigos. Una vez recuerdo que
nos castigaron sin recreo. Supongo que sería a Javier que siempre era el más rebelde.
El caso es que nos pusieron tres meses castigados sin jugar en el patio, contra
una pared de piedra. Unas veces se ponía él otras yo.
Mi hermano y yo, imaginaros, siempre unidos, desde nuestro
nacimiento. De bebés éramos tan iguales que las hermanas discutían porque cada
una tenía uno a su cargo y recuerdo que mi hermana Esther me contaba que al
principio se enfadaban porque se había cagado uno y la otra decía que era el
suyo, mientras Delia le replicaba que no, que el suyo estaba limpio.
Pronto descubrirían un detalle en nosotros que nos
diferenciaba. La nuca. Uno de nosotros tenía un remolino en el cogote y el otro
dos. No sé muy bien quien tenía uno o dos, pero si que las hermanas a partir de
ese momento no volvieron a discutir y cada una sabía bien quién era el suyo.
Todos los males nos sucedían a la vez. Las enfermedades nos
atacaban a los dos de igual forma. Se nos caían los dientes al mismo tiempo y
el mismo diente. Recuerdo que una vez, uno de nosotros pegó un melonazo en el
escenario donde trabajaban mis padres y se hizo una brecha en toda la frete.
Todos se reían y nos decían que ahora si que iban a distinguirnos. No pasaron
muchos días cuando el otro, se pegó otro golpetazo y se abrió una brecha igual
de grande en el mismo sitio.
Al salir del colegio encontramos trabajo con los oficios que
aprendimos allí. Yo era tornero y mi hermano electricista. Lo que pasa que como
éramos tan jóvenes, no nos pagaban casi nada, nos daban trabajos de poca monda,
barrer el taller, hacer recados, pero no nos dejaban tocar las máquinas.
Alguien de nuestra edad, estaba contento con ese dinerillo para aportar en casa
y tener algún capricho, pero nosotros teníamos que pagar alojamiento y comida,
no teníamos familia.
Las cuentas eran cosa mía, las compras, el manejo del dinero,
el que buscaba cobijo para dormir, el que ingeniaba artimañas para sobrevivir,
era yo. Él confiaba en mí plenamente. Todos los días comíamos lo mismo, lo más
barato. Garbanzos que cocíamos a medio día y que por la noche hacíamos sopa con
el caldo. Una hogaza de pan que nos tenía que durar toda la semana y carne de
membrillo. Comer y cenar, solo nos daba para comer y cenar. Así nos
alimentábamos después de un duro día de trabajo. Os podéis imaginar el hambre
que teníamos, enquistada en nuestros cerebros y nuestros cuerpos.
Lampando. Yo si puedo
imaginarlo, porque sé el hambre que da hacer esfuerzos físicos trabajando en mi
barco, salgo de allí lampando. Otros lo sabrán por el gimnasio, o por las rutas
de senderismo de alta montaña, también por los nuevos empleos de media jornada,
de doce horas por seiscientos euros. No quiero ni pensar si al llegar a casa no
tengo la nevera llena, ni pan y aceite en la lacena. No quiero imaginar si se
me apaga el móvil que haría, si no me arranca la tablet ni el ordenador, si me cortan la luz, si la compañía telefónica
no me manda a tiempo el nuevo terminal y me quedo sin línea… ¡Qué ansiedad!
Javier empezó a fumar nada más salir del colegio, es más, ya
lo hacía dentro. Recogía colillas para liarlas en cigarrillos y así iba siempre
recopilando. A mí me daba pena y con el presupuesto de comida, conseguía ahorrar
de aquí y allí y darle la sorpresa con un paquete de tabaco de vez en cuando. No
tardé mucho en imitarlo, un año después empecé a fumar yo también.
Dormíamos en un colchón para los dos, en una buhardilla
desde la que veíamos las estrellas. Te aseguro que en invierno y en León, no es
nada romántico ver el cielo a través de las tejas rotas de aquel sitio. Mi
hermano hizo una especie de brasero que conectó a los cables de aquella casa
sin que nadie se diera cuenta. De algo tenía que servir la profesión que
estudiamos con los curas.
No podíamos sobrevivir con tan poco dinero y lo dejamos para
trabajar en la construcción, que se ganaba más. Recuerdo que lloraba en invierno
mientras manipulaba los azulejos y ladrilos para mojarlos, Había que romper el
hielo para llegar al agua.
Los oficiales me gritaban pidiéndome material, me dolían tanto
las manos, que lloraba mientras trabajaba con ese dolor. Los compañeros se
reían cariñosamente y me consolaban un poco.
Cuando llegaban las nevadas
fuertes y tenías que parar en la obra por las heladas, no se podía hacer
hormigón porque se congelaba el agua y se rompía, yo me iba a comprar pan y lo
repartía por las casas, para las mujeres
que no querían salir con la nieve y el frío.
No podías parar de trabajar un día, eso significaba hambre
hasta que volvieras al trabajo.
Así sobrevivimos un año en león. Éramos felices a nuestra
manera aunque teníamos claro que había que salir de allí para poder prosperar
un poco, comer todos los días y dormir en un lugar cálido.
Decidimos largarnos de allí. Pedimos adelantada una semana
de sueldo en la obra. Fuimos al obispado y les hablamos de lo mal que lo
estábamos pasando, de que éramos huérfanos adoptados por la iglesia, de todas
las fatigas que habíamos pasado en el colegio y aquel cura nos dio quinientas
pesetas y un saco de patatas. Nos acompañó también a comprar ropa para que la
pagáramos a plazos, en caso contrario
respondían los curas.
Respondieron los curas, vendimos las patatas y compramos un
billete de tren para La Coruña.
Miguel Vivó, 19 años, el día de su boda.