sábado, 10 de octubre de 2020

VENGO DE COMPRAR


 Mi niño desesperado, vale, cada día voy a peor. 

Si, lo reconozco, soy una obsesionada. Desde que hice aquella película en el año noventa y seis, donde todo el mundo, manipulado por la autoridad competente, se comportaba de forma extraña y beneficiosa para el ecosistema,  no he dejado de hacer lo mismo.

Cuando compro un pollo, lo miro y lo requetemiro, y lo vuelvo a mirar. No quiero que tenga golpes porque ese pollo estaba vivo cuando los recibió. No quiero que esté envuelto en plástico, por lo que busco la tienda de mi barrio que me lo da en papel de estraza de toda la vida. Por si algunos no sabéis cual es, es ese que lleva una película miserable de plástico y un poco de papel con el logo de la tiendecilla. 

Si me veo en apuros compro de los que vienen en bolsa solo, que como suele tener muchos dibujos amarillos por fuera, no puedo ver los golpes que recibió el animal antes de morir.

Vale, bien. Eso se traduce en una madre rebuscando entre los pollos, y tú con toda la vergüenza del mundo te vas a otras estanterías para que no te reconozca nadie. Al final no compra y dice: 

- Tengo pollo congelado de la bodeguita.  

Tengo mala suerte, un amigo trabajando en una fábrica de pollos, el pollero lo llamo.

Si en su defecto no me queda más remedio que comprar envuelto en plástico, pues intento que sea lo mínimo, pero lo que ya no aguanto es comprar más gramos de plástico que de contenido.

Si voy con mis bolsas, ya no me miran como tiempo atrás. Si llevo las cosas en las manos antes de admitir que no puedo hacerlo, pues piensan que soy muy rácana, que es por los cinco céntimos.

Ahora puede parecer moderno e incluso bien vista mi obsesión, pero en el año noventa y seis, cuando mis vecinos me decían que ya no tenía que salvar al mundo, y yo les decía que lo siento, con ojos de burro, pero que yo sigo reciclando y que ellos mezclen todo lo mío cuando llegue a la planta, que ojos que no ven corazón que no siente, y que me dejen en paz, ejerciendo la violencia contra el mobiliario urbano, porque a ver porque a mí me tienen que decir lo que tengo que hacer y cuantos hijos debo de tener: 

- ¡Qué suerte, la parejita, no tengas más!

¡Me provocan! 

Bueno pues ya está, no logré desempatar como algunos ya sabéis. 

Una vez que el plástico entra en casa ya no puedo hacer otra cosa. Lo mismo que en el super, lo miro, lo requetemiro y lo vuelvo a mirar. Tengo a la vista un puf de lanas recicladas relleno de relleno de los ordenadores, un campo lleno de ruedas, una bolsa con papel de la trituradora... que sí, que lo sé, que lo mío no es normal, es obsesión.

Pero es que me hace feliz. Bien, de acuerdo, lo admito. Me hace feliz regalar una cosa que no vale nada, solo es basura, esfuerzo y tiempo.  Vale de acuerdo, me alegra regalar botes de cristal reutilizados y llenos de vida. Solo utilizo los potos de toda la vida que no se mueren ni a tiros.

A ver, no sé, porqué soy y seré, una obsesiva compulsiva, que tiene un gato callejero más pesado que las moscas, azulejos en su cocina de los años sesenta, una mesa de tirar, cajoneras de tirar, un sofá que tiró alguien, una cocina reutilizada, tabiques con trozos de tabiques… y así todo, menos el colchón.

A ver, que culpa tengo yo, si me cuesta tirar las cáscaras de los mejillones, le añado a las sobras de los bichos, bechamel, angulas falsas y carne de cangrejo y me salen unos tigres maravillosos. Aclaro que nunca jamás compré pan rallado, que hago yo si no puedo tirar un mendrugo de pan.

Joder, que si, que me metas en un bote con formol cuando me muera y dejes mis sesos en un laboratorio con otros  individuos extraños de la naturaleza. 

Eso cuando me muera, que de momento, si no te gusta, te meto un meco que no lo cuentas.

Solo puedes huir, o quedarte y sufrir.

Que ya sabes que yo por las buenas, lo que quieras, pero como me vea en peligro, soy cerda.


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