Durante los ocho años que pasamos en el colegio de San
Cayetano, siempre que me llamaban por el altavoz, tenía la esperanza de que
fuera mi madre o algún familiar que venía a sacarnos de allí. Nunca nadie vino
a visitarnos. Ni en navidad, ni para vacaciones… nunca.
Aquella mañana al escuchar mi nombre me llevé un sobresalto
y corrí a la dirección a ver que ocurría. Como siempre, nada bueno. Nunca jamás
una carta, una buena noticia, una sorpresa… siempre lo mismo, regaños, castigos y golpes.
Ese día fue lo peor que recuerdo, porque no me lo hacían a
mí. Nada más entrar en el despacho veo como el padre Vicente le propina una
bofetada a mi hermano que le hace tambalearse de la silla. Estaba sentado para
facilitar su castigo. Mi hermano ya tenía doce años y los padres se agotaban si
tenían que soltar bofetadas tan altas. De esta manera, descargaban el peso de sus brazos con
más brío y soltura.
No estaba atado ni nada de eso, no era necesario. Sabíamos
que si poníamos las manos en nuestra defensa, si intentábamos correr, si nos
movíamos de la silla… despertaríamos la ira de nuestros represores y la paliza sería
aún mayor.
Estaba rapado al cero, con las manos en la espalda, llorando
y gimiendo, pero sin molestar mucho a los padres. Al verme entrar en el
despacho abrió los ojos con sorpresa y miedo, porque sabía que a mí me iban a
hacer lo mismo. Mi hermano negaba una y otra vez con desesperación, que yo
estuviera implicado en los hechos. Gritó, suplicó, que no me hicieran nada, que
yo no sabía nada.
El crimen del que se le acusaba, era el de banda organizada.
Entre varios compañeros, planificaban asaltos a la cocina, para substraer
alimentos sobre todo para los más enfermos o los que habían sido castigados sin
comer, en algunos casos varios días.
Bajo el escenario del salón de actos, se reunían a oscuras
para planificar los robos, iluminados por una pequeña vela.
Se la olvidaron allí y los pillaron.
Pretendían sonsacar a mi hermano, quienes eran el resto de
los implicados. No consiguieron nada. Tres curas corpulentos, bien alimentados,
se ensañaron con mi hermano delante de mí. Estuvieron preguntándole y pegándole
durante más de una hora, que a mí se me hicieron siglos. Me hubiera gustado
estar en su lugar antes que viéndolo.
Entre risas y comentarios de reproche por sus llantos, se
burlaban de lo delgado que estaba, de lo mal que aguantaba los golpes, de lo
llorica que era. El padre Vicente le rompió el palo de una escoba en la cabeza.
Contrariado lo insultaba por tenerla tan dura que se había roto su escoba.
Mientras, a las órdenes del director, Fray Ramón, al que llamábamos el pelachopos
por lo alto que era, le apretaba del cuello hasta dejarlo casi muerto.
Le dieron una paliza de tan fuerte que perdió el
conocimiento varias veces. Se tomaban su tiempo, si había que esperar a que
despertara y seguir, lo hacían. Así hasta que se cansaban. Era difícil teniendo en cuenta que eran tres. Mi hermano solo un niño indefenso de doce años que apenas contaba con treinta
kilos.
Cuando salimos de allí, nuestra imagen era la más parecida a
un preso de un campo de concentración. Aquella experiencia nos hizo
tan fuertes que pensábamos que podíamos vencer cualquier escoyo, incluso
a la muerte.
Para comprender el porqué de mi forma de vida, hay que conocer
esta parte. Fui preso con tan solo siete años, ahora mi tesoro más grande, es
mi libertad.
Al terminar me ordenaron que lo llevara a la enfermería. Tenía
sangre por todas partes, no podía abrir un ojo y el otro apenas. Se agarraba
con dolor un brazo, llevaba roto algo seguro, caminaba apoyado en mí, apenas podía caminar.
Al salir del despacho, otro compañero casi se desmaya al verlo, sabedor
de que él era el siguiente. Mi hermano lo miró y le dijo:
-
Si dices algo, yo mismo te daré una paliza
igual.
No dijeron nada ninguno y ahí terminó todo.
Así pasaban los días, las semanas, los meses y los años en
aquel lugar. El hambre y el frio era nuestro compañero, los padres se gastaban
el dinero en cosas personales, en alimentos y caprichos para ellos, en lugar de
comprar carbón para la calefacción o comida en abundancia para nosotros.
Como sería el hambre que llevábamos siempre en el cuerpo,
que si alguna tarde nos sacaban a pasear fuera de nuestro recinto y nos
encontrábamos una mondadura de plátano, o cualquier cosa comestible, difícil de
ver en aquellos tiempos, nos tirábamos a por ella desesperados e incluso
provocaba peleas por conseguir aquel manjar.
Ellos se reían, se mofaban.
Volcaban su odio en nosotros con tanta virulencia que nadie podía ni
imaginar. Cómo serían de malos aquellos curas de la Orden de los Terciarios Capuchinos,
que Franco los exilió a Argentina en el 65, después de una década negra de
abusos a los menores que supuestamente educaban. Nosotros vivimos bajo su yugo
ocho años.
Las palizas, el hambre, el dolor y como no, los abusos
sexuales, era para nosotros un tributo a pagar por vivir. Éramos huérfanos de los
rojos, despojos, abandonos, y en nuestro caso, al saber nuestro nombre cuando
nos encontraron y localizar a mi madre, éramos todavía más despreciados. Hijos
de mala madre.
A los recién nacidos, los criaban como hijos suyos, y aunque
llevaban la misma vida que nosotros, eran mejor mirados. Pero nosotros éramos
un escalafón más bajo aún en aquella sociedad.
Nuestra familia en cambio, pensaba que estábamos bien. Allí
nos daban alimentos y una educación.
Aprendimos muchas cosas. Cuando llegamos al colegio no sabíamos nada. Se reían de nosotros porque con cinco años los niños allí ya sabían leer y hacer cuentas, nosotros nada absolutamente. Pero pronto callamos todas las bocas y nos hicimos muy aplicados. Adelantamos incluso a los que llevaban años leyendo.
Aprendimos muchas cosas. Cuando llegamos al colegio no sabíamos nada. Se reían de nosotros porque con cinco años los niños allí ya sabían leer y hacer cuentas, nosotros nada absolutamente. Pero pronto callamos todas las bocas y nos hicimos muy aplicados. Adelantamos incluso a los que llevaban años leyendo.
Tengo también buenos recuerdos, sobre todo de los
compañeros. Las salidas al río, la camaradería. Estrenamos prácticamente el
orfelinato. Entramos en septiembre y en mayo cumplimos los ocho años. Con
dieciséis nos echaron de allí porque teníamos familia reconocida. A los
huérfanos sin nombre, los dejaban hasta los veintiuno.
Al pisar la calle por primera vez ya libres, el sentimiento
de euforia por la libertad obtenida, duró poco. Nos miramos al momento
pensando, qué cenaríamos y donde dormiríamos esa noche.
Teníamos miedo,éramos
unos niños, pero estábamos juntos y nunca nos sentiríamos solos en esta vida.
En la última fila el primero por la izquierda Javier Vivó, en la fila de abajo el primeo por la izquierda tambie Miguel Vivó poco antes de cumplir los dieciseis y salir libres.
BIBLIOGRAFÍA
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