miércoles, 10 de agosto de 2016

LA MANO TONTA


Hoy no sabía si escribir sobre el Facebook o sobre las collejas.

Esta mañana dos abuelitos hablaban de que la hija de uno le había puesto en el farbus.

-          Si, si, te he visto.

-          ¿Me has visto? ¡Qué vergüenza!

Es que el Facebook no es más que el periódico de los pobres, es un sitio donde se hacen famosas hazañas como hacer unas buenas lentejas, donde la crónica social se superpone con las noticias, unas falsas y otras no, llamamientos, política, amor…

Todo eso está ahí en el Facebook en el  Twitter, el Istagram…

A algunos se les crea mala conciencia a veces, piensan que son adictos, se quitan, se ponen, se borran, se cambian el nombre, se niegan a poner nada, lanzan mensajes al viento esperando que una persona concreta se dé por aludida, cotillean y no le dan al megusta para que no se sepa.

A mí me parece maravilloso, yo estoy muy reconciliada con este medio, no me castigo, no me quito, no me borro, no borro a nadie, no bloqueo,  en definitiva, estoy en paz con el Face.

Pero hoy mejor que de esto, que me aburre, os hablaré de las collejas.

Es que cada día pienso más las cosas de las que hablo y al final ni escribo, ¿para qué?¿ Encima de que no cobro, de que por mucho que yo quiera nunca sacaré un euro por esta profesión frustrada, tengo que darle vueltas a las cosas?

Si yo fuera valiente os contaría que sí, que yo si meto pescozones a mis hijos, pocos, pero certeros. No hay nada como un pescozón a tiempo, la impresión que les causa una buena colleja cuando están cogiendo aire para llorar a moco tendido con el objetivo  de conseguir su capricho.

La cara de ese chiquillo que ha dicho dos veces que quiere una cosa, que ha recibido el “NO” y se dispone a cargar los pulmones de aire parar soltar un alarido con esas cuerdas vocales que Dios le dio y ese tono de voz de pito que los caracteriza.

En ese momento, se les mete el pescozón que se  tragan todo el aire, ya saldrá por algún sitio, el cuerpo humano es sabio.

Mis hijos, nunca lloraron. Bueno, una vez el mayor, por un tambor. Me dio tan ataque de risa ver los mocos verdes colganderos llegándole a la boca, que de la flojera que me entró no pude ni meterle un pescozón.

No lo hizo más.

En serio que no lloraron para conseguir nada. Tenían técnicas mucho más certeras, me decían, mirando el juguete con cara de lástima:

-          Para Navidad le pediré a los Reyes Magos esto ¿Crees que podrán traérmelo?

¿Una pelota de sesenta céntimos? Al final lo conseguían, pero buscaban otras fórmulas, la  técnica del niño tirano no les servía conmigo. Les abría los ojos y sigo haciendo hoy,  para que se me vea lo blanco y con eso van servidos, saben que detrás va la colleja.

El otro día le metí una colleja a mi hijo, con trece años, pero no es el único, hasta después de cumplir la mayoría de edad han recibido gritos y collejas. No sé educar de otra manera, no lo estoy haciendo bien, lo sé, pero es que me nace de dentro, va la mano sola, cuando veo que los gritos y las palabras hirientes no valen, le meto una y se termina.

Pero las collejas deben ir unidas a muchos “sies”, a muchos “vamos” a muchos “vale” y a muchas conversaciones de mesa y mantel. No se puede prohibir por prohibir, no se puede negar por negar, hay que dar una de cal y otra de arena, una orden y una respuesta. Si tú no estás nunca, si siempre pones excusas para no hacer, para no ayudar, para no jugar con ellos por pereza simplemente, porque es muy sencillo decir que no,  luego no tienes autoridad para discutir.

Hay que hablar mucho, es la mayor de las torturas, la machacona voz de tu madre encaminando tus pasos. Hay que convencer y dejar que ocurran las cosas para luego meter la cuña publicitaria, la nota al pie de página.

Yo, en ocasiones meto collejas, aún hoy en día lo hago. No puedo escribir sobre esto, no es correcto pero mi lengua es así, tiene vida propia, como la mano tonta.  

Todavía el otro día, durmiendo en la terraza con mis niñas, me pidieron la mano tonta. Casi veinte años que va a cumplir la mayor:

-          ¡Qué sí Mami, que me sube la adrenalina!

Así los dormía yo a los cuatro, en mi terraza se han criado, bajo las estrellas y con edredón todo el verano. ¡Qué me perdonen las buenas madres!

 Me ponía en el centro, les gritaba

-          ¡POSICIÓN DE DORMIR!

Los dos chicos debajo de mi sobaco, los otros a continuación.  Los dejaba que dieran cincuenta mil vueltas, a veces más de media hora, esa gimnasia era buena para que se cansaran.

Cuando me decían que estaban preparados, después de preguntar varias veces si estaban seguros, y de volver a dar otras quinientas vueltas antes de conseguir la posición, en ese momento, la mano tonta se elevaba en las alturas, despacio, con el sonido  mecánico de un robot, y se quedaba arriba esperando, tenía sus propios ojos, a veces bajaba a ver si el niño estaba dormido, le olía el pelo y volvía a su posición. Arriba, amenazando, inspeccionando cualquier mínimo movimiento. Un despiste, un descuido podía desencadenar el ataque de la Mano Tonta, que dejaba caer todo su peso sobre el sublevado.

Cualquier movimiento podía desencadenar la bajada de la mano tonta, con colleja incluida, a veces con el dedo acusador clavándose en las paletillas mientras les gritaba a la oreja con voz de camionera:

-          ¡Tú te has movido!

Otras veces la mano tonta dejaba marcados los tres dedos.  Cada verdugón que les salía, a culo visto que les metía collejas, sin previo aviso, la mano tonta. Yo no, yo no, la mano tonta.

Risas, muchas risas con la mano tonta que son el mejor somnífero.

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