sábado, 10 de septiembre de 2016

MI NIÑA: UNO


Lengüetazo uno

Dicen que los bebés no recuerdan, piensan que no se dan cuenta, pero es falso. No puedo describir fielmente las cosas, pero sí, sé que sucedieron. No recuerdo con qué edad escondía mis excrementos bajo las mantas de mi cuna, pero recuerdo perfectamente como lo hacía, puedo verlo en imágenes.

Si  ella venía mal y yo me había cagado, me pegaba una paliza de muerte. Decía que era una guarra, que eso no se hacía, que tenía que esperar a que ella me llevara a hacerlo, que tenía que cagar en mi escupidera. 

Tengamos en cuenta que a veces, se olvidaba de mí durante todo el día, no me daba de comer, ni de cenar ni nada. Si tenía  visita del amante se iba de casa y me dejaba sola hasta poco antes de que mi padre llegara del trabajo. 

Mi padre trabajaba doce horas en la fábrica y no venía a casa ni para comer.

Aquellas escapadas me encantaban, tenía hambre pero mi madre no estaba en casa, no había peligro, estaba a salvo. Venía contenta y no me pegaba.  Estaba sola todo el día en mi cuna, no me atrevía a bajar, imposible, podía volver en cualquier momento además no sabía ni cómo hacerlo. No tenía destreza, era un bebé muy tranquilo. Normal.

Nunca comprendí a mi madre, no sabía bien que es lo que quería, solo que venía me gritaba, me pegaba y tenía que esperar a que terminara, hasta la próxima vez. Supongo que ella tenía un objetivo con aquellas palizas, que pretendía educarme, como se educa a un perro a hacer sus necesidades fuera de casa, pero yo no era capaz de comprender.

Con el paso de los años entendí sus palabras, sus palizas no. 

Tampoco me libraba si hacía las cosas bien, como ella quería. Si había discutido con mi padre o con cualquiera de sus amantes, también me pegaba. A  veces me miraba, me gritaba y se dirigía a ellos, pero era yo la que recibía su violencia, con ellos no podía.

Estaba harta de mí, me debía haber muerto al nacer, me iba a matar, no tenía que haber nacido. En eso estábamos de acuerdo. 

Me agarraba por el pelo, me zarandeaba como un guiñapo, me arañaba la espalda, las piernas, todo lo que no podía esconder. De rodillas en mi cuna solo podía intentar protegerme haciéndome un ovillo, pero el dolor se apoderaba de mí y al final era un muñeco de trapo, aún recuerdo el enorme dolor. Mordía sus labios a la vez que apretaba mis brazos con sus manos  clavándome sus uñas.

¡Qué uñas tenía mi madre, qué bonitas, qué bien cuidadas!

Recuerdo el olor, el silencio de mi habitación, era algo más que abandono, era el sonido de la espera.

Estaba todo muy denso de muebles. Con una decoración muy recargada. Muchas figuritas de porcelana con filos dorados, espejos y peines en una cómoda oscura con mármol blanco.

¡Había tantas cosas bonitas que yo podía ver desde allí!

Un armario marrón muy oscuro me impedía ver por ese lado de la habitación. La ropa se amontonaba en su interior hecho una gran bola de tela. Mi madre era muy presumida, pasaba horas probándose ropa. Para ella su imagen era lo más importante, su maquillaje, su esmalte de uñas, su pelo, todo estaba por encima de cualquier necesidad de la casa.

Se maquillaba como las actrices de cine de la época, decoloraba su pelo al máximo eligiendo el tono de tinte más rubio que había en el mercado, esto contrastaba con el maquillaje tan marcado, los ojos muy oscuros, los labios excesivamente rojos y los pómulos completamente señalados. No olvidaba cremas y los maquillajes para quitar las ojeras, todo lo que podía comprar ajustado a sus gustos, lo tenía ella.

Al otro lado  del armario tenía paredes blancas y peladas. Solo me quedaba un espacio desde el que podía ver el resto de la habitación. Mis padres dormían allí, compartíamos espacio hasta  que llegó mi hermanito.

No había secretos para mí, no existía. No hablaba, no había peligro de que contara. Por eso, mi madre no se cortaba ni tan siquiera con sus amantes. Mientras las visitas estaban abajo, concretamente una tía mía, mi madre se follaba a su marido detrás de la puerta.

No sentían temor ni pudor, nadie podía delatarlos, los miraba, parece que los estoy viendo desde mi cuna, follando contra la pared.

Ya era muy mayor, con edad para ir al cole y nunca bajé de esa cuna, o así recuerdo.

No puedo asegurar las cosas, no sé con certeza la edad que tenía, sí que los barrotes presionaban mi cabeza si quería estirar las piernas, y que aquél día mi madre hacía cosas con uno de sus amantes, el marido de su hermana.  Cuando fui creciendo fui comprendiendo que era lo que hacían y que estaba mal.
 
Además de este, tenía otros, nos gustaba la visita del panadero porque nos traía dulces duros del día anterior, a mi hermanito y a mí.

Siempre tenía miedo. Y hambre. Solo podía respirar tranquila cuando venían visitas. Nos visitaba diariamente un tío de mi madre, que le regañaba mucho y le gritaba por lo mal que me tenía. Recuerdo sus brazos fuertes, como me daba besos y abrazos, solo él lo hacía, sentía mucha paz en esos momentos, nadie me podía hacer nada malo con él, me ponía muy contenta cuando venía.

Murió, supongo que de viejo porque el títo era mayor. Recuerdo a mi madre llorando mucho y de negro, también recuerdo que me pegó por aquello.

No tenía pañal, nunca lo tuve y si fue así no me alcanza hasta esa edad los recuerdos. Con el tiempo ella quiso enseñarme a hacer mis necesidades donde debía. Supongo que cuando lo hacía en mi cuna debía limpiarlo porque dormíamos en el mismo dormitorio y no creo que le gustara compartir ese peste.

Me sentaba en la escupidera en el patio durante horas, recuerdo que hacía mucho frio. No se me ocurría jamás moverme de allí, ni llorar, ni protestar, nada. A veces se le olvidaba y otras todo lo contrario, me sentaba allí y me obligaba a comer y a cagar rápido. Todo podía durar quince minutos. Ya estaba entrenada, era capaz de comer y cagar al mismo tiempo, para que no se enfadara. Mientras ella me gritaba:

-        ¡Vamos, bruja, vamos!

Me daba algún golpe o me amenazaba con dármelo y yo rápidamente obedecía. Al terminar, nuevamente me soltaba en mi cuna y así pasaba mis días allí sola.

Procuraba dormir mucho.

No sabía caminar, nadie nunca me había puesto. No sabía hablar, nadie me hablaba. Pero sí que sabía dar la vuelta a mi colchón sin bajarme de la cuna para que mi madre no se diera cuenta de que me había meado. 

No se me ocurriría bajar, no me sostenía en pie y no sabía si sería capaz de volver antes de que ella me pillara.

¡Qué miedo!

Desde aquel colchón la escuchaba moverse por la casa. Cuando subía las escaleras temblaba de miedo, más si me había hecho caca o había vomitado, sacaba las sábanas por el hueco de los barrotes de mi cuna para intentar librarme de los golpes cuando las viera. Dormía, comía, cagaba... todo aquella cuna.

Pan duro mojado en agua era mi dieta y algunas vece sobras. Me ponía el plato sin cubiertos ni nada para que comiera, mientras me decía con mucho nerviosismo y desprecio:

-        ¡Venga, Bruja, come!

Así es como me llamaba mi madre, más adelante cuando fui creciendo y me hice mujer, cambiaría este apodo por el de Puta.


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