En medio de mi barrio había una isla. Un lugar que desentonaba tanto, que todos desconfiaban de él.
Era la casa de Don Antonio.
Don Antonio era un abuelito que dedicó su vida a los demás. Recogió en su casa a varias generaciones de niños, con los que hacía teatro, marquetería y hasta les ayudaba en los deberes.
Yo siempre presumí de hacer raíces cuadradas cuando los demás niños aprendían a multiplicar, y es que me había enseñado Don Antonio.
Al principio, las madres creían que era otro Gordo Seboso, pero no necesitó mucho tiempo para convencer. Una sola de sus miradas era suficiente.
Recuerdo de Don Antonio, que tenía amigos muy especiales, como un pájaro que entraba por la ventana, se le subía a la calva y le picoteaba los lunares y manchas propias de su edad. Lo había criado de pequeño, pero siempre estaba en libertad por la casa. A mi no me lo hubieran consentido. No me imagino a mí, cagando por todos los sitios y echando plumas hasta en la sopa. Pero él era su amigo “fosforito”.
Don Antonio era un niño grande que no tenía madre que le pusiera las cosas en su sitio. Un día se le escapó y pensó que no volvería a verlo, pero no fue así. Seguía entrando por su ventana y viviendo una verdadera libertad. Pasó el tiempo y no volvió. Seguramente había muerto, era la única manera de separar a ese bicho del viejo.
- Don Antonio, ¿por qué no lo atrapó la primera vez que vino? - le pregunté - quizás hoy no estaría muerto.
- Se puede morir de muchas maneras. No se si ha muerto, pero si lo ha hecho, me alegro por él, porqué vivió libre - me contestó.
Ese día comprendí donde está la verdadera libertad y es no tener miedo a perder incluso lo más preciado, tu propia vida.
Luchó en la asociación hasta el día de su muerte y hoy hay una placa que lo recuerda, un grupo de baile con su nombre y varias huellas más de su presencia.
Se que le habrá gustado mucho si la ha visto, aunque seguro que le gustará más saber que no necesitamos placa para recordarlo y que todavía hoy seguimos contando a nuestros hijos, la historia de ese abuelete, que seguirá vivo en nuestra memoria por generaciones.
Dibujando me doy cuenta que lo hago como hablo, sin querer y sin poder parar. Empiezo a dibujar una ventana y de pronto mi lápiz comienza a dibujar un edificio alto, de ocho plantas y sin bajos comerciales, el típico edificio de viviendas sociales.
No me salen parajes paradisíacos, ni soles, ni pajaritos.
Continúo dibujando y al lado surge otro edificio, cerca de él, un transformador de electricidad, con las oscuras escalerillas que tantos momentos escondió. Sin darme cuenta he dibujado…
¡La plazoleta!
La misma plazoleta que se ve desde casa de Don Antonio, la misma donde jugaba de niña al pinchiqui, donde acontecían accidentes rutinarios, como aquella vez que se lo clavé a mi Lolo en la Cabeza involuntariamente. La misma que escondía en sus sombras nuestros primeros juegos de amor adolescentes.
Es extraño, dibujo como hablo, sin parar, involuntariamente y sin poner freno ni a mi lengua ni a mi lápiz.
Y no crean ustedes que yo no tuve una infancia feliz, yo fui muy feliz, pero rodeada de la realidad que describo. El mismo niño que le quitaba el anillo de la comunión a mi hermano por la mañana, por la noche jugaba al escondite con todos. Su padre le mandaba robar y debía llegar a su casa con algo, si no quería recibir su castigo.
¿Que por qué me gusta tanto que me peinen y me toquen el pelo? porque mi madre cada noche, hurgaba en nuestras cabezas uno a uno, intentando encontrar flora y fauna autóctona. Fui feliz, todo esto era mi vida cotidiana.
Poco a poco y sin querer, mi personalidad se fue perfilando. No puedes permanecer al margen, no puedes ser diferente de lo que te han hecho ser. Y cuando llega tu momento, cuando tú eres el adulto y tomas el control de tu vida, ya no puedes dar marcha atrás, ya eres así y es difícil evitarlo.
Mi ciudad deberá estar eternamente agradecida a esos personajes anónimos que lucharon por su dignidad, generando un sutnami de prosperidad que hoy se ve reflejado en nuestro polígono, rodeado de comercios y universitarios, en lugar de miseria y marginación como en muchos de los polígonos de toda España.
Nunca se ha de olvidar a aquellos adultos y a sus niños y niñas, que con ellos metían follón reivindicativo, en lugar de jugar a sus cosas en las plazoletas. En lugar de juguetes, actividades extraescolares y acampadas, se divertían en las colchonetas de los encierros y en las manifestaciones luchando por un futuro para su barrio.
Y vosotros que presumís de haber luchado por la libertad de nuestro país, corriendo delante de los grises con vuestros pantalones de campana, no debéis olvidar que lo hicisteis a costa de quitarle tiempo a vuestros hijos. Ellos pagaron con la no presencia, la soledad, las ausencias. Sus padres actuaban en reuniones clandestinas y ellos pasaban miedo por si no volvían. Cuanto tuvieron edad para correr, corrieron a vuestro lado, manifestando sobre todo amor y admiración.
¡Qué injustos los adultos que ahora presumen y echan en cara!
Olvidan que si nacimos y sentimos, ya estábamos en la lucha.
Ahora, la libertad la cornean los bancos, las deudas, la falta de dinero. Ahora no podemos, digo podemos aunque yo ando entre dos aguas, no podemos vivir, ni hablar, ni reivindicar. Ahora, los derechos que ganamos todos juntos, se pierden poco a poco.
¿Alguien ha visto una manifestación donde no estén los niños y niñas? No existe, el mío va en bicicleta y se lo pasa en grande, mi niña grita todo lo que puede y se divierte con su madre.
Ya comenzaron a luchar por su futuro, por sus derechos, antes de que nosotros ni tan siquiera lo pensáramos y lo agradeciéramos. Nunca salen a decir unas palabras, nunca cuentan con ellos, ninguneados. Pero la revolución dentro de la revolución, se habrá hecho y exigirán sus derechos.
Tengan la edad que tengan ahora, desde aquí agradezco, a todos los niños y niñas, que nos ayudaron a pelear por nuestros derechos, los de todos, los de cientos, los de los insignificantes, los que nunca tienen voz, porque siempre mandan los de antes.
Pido disculpas a mis hijos, por la madre que les tocó en suerte y agradezco su comprensión y apoyo, sin ella yo no habría podido hacer todo lo que hice.
Y si algún día recojo, vamos juntos, no son solo míos los méritos, sino de todos los que estuvieron a mi lado, mi madre, mis amigos, mis hermanos y hermana, siempre apoyando.
A todos ellos y ellas, gracias.
Y a los que no se sientan identificados, en este mi agradecimiento, que piensen un poquito, a lo mejor es porque no estuvieron.
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