Ayer vino a casa un amigo de mi hijo. Desde el primer momento que se
sentó en la mesa a comer, me rondaba por la cabeza una cosa. Tenía que
decírselo por si no lo sabía, pero no quería ofenderlo. Tras varios rodeos,
preguntas frecuentes y el momento “hablemos del tiempo”, lo miro a la cara y le
digo:
-
Tengo que decirte algo que seguro no te ha dicho nunca nadie.
Todos en la mesa asustados esperaban una de mis
sinceridades. Mi hijo incluso me hizo un gesto con las cejas, esperando
conseguir que mi lengua se aplacara.
-
Verás, yo desde niños a mis hijos les digo las cosas,
los defectos, lo que han de mejorar, porque si no se lo digo yo, no se lo dirá
nadie. Al mayor le suelo decir que tiene la cabeza muy gorda, no cabezón, que
se puede confundir con tozudez, que también tiene un poco, yo le digo CABEZA
GORDA para que sepa a lo que me refiero. Desde chico ha tenido la cabeza
desproporcionada al cuerpo, hay fotos que acreditan lo que digo, tú lo sabes -
dije mirando a mi hijo esperando que corroborara mi información.
La tensión se palpaba en el ambiente. Todos esperaban lo
peor.
-
Mi chico tiene un problema de visión desde los dos años
y desde entonces yo le digo siempre: “TÚ ERES BIZCO, ay mi bizcosín… ay mi
bizcosín”. De esa manera es imposible insultarles. Esto lo aprendí leyendo
Manolito Gafotas hace ya muchos años
Me miró esperando más información e intentando ayudarme a
soltar la sopa. Se cortaba el aire, se podía escuchar el sonido de la música
de las películas de vaqueros americanas, las bolas de pinchos rodaban por el
salón, las miradas desafiantes se cruzaban en la mesa.
-
Pero, yo no soy bizco – dijo el pobre chaval.
-
No, no, no, ¡TÚ
LO QUE ERES ES NEGRO!
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