jueves, 4 de julio de 2013

ALLÍ, YO ERA LA CUERDA

Cada mañana despertaba con un sobresalto de la cama. Tomaba un café y me vestía a toda prisa. Quería llegar antes de que despertara para que lo primero que viera nada más abrir los ojos fuera mi cara. Se sentía perdido sin mí. Era mi responsabilidad. Yo fui su carcelera. Yo tomé la decisión de frenarle en seco, yo lo atrapé y lo metí en la ambulancia engañado.

Con la desorientación reflejada en su cara, sin saber a donde le llevaba, me miraba convencido de que yo no podía hacerle esto, yo nunca le engañaría, yo no le fallaría.

Confiaba en mí como siempre, ciegamente, pero yo le fallé aquella vez.

Premeditadamente le engañé y le conduje a su encierro. Como no pudo ser de otra manera la astucia pudo con la fuerza bruta, la fuerza de un loco. No podía permitir que le pasara algo, que todo aquello desencadenara en una tragedia, que se hiciera daño o le hiciera daño a alguien.

Esquivaba su mirada y escondía mis llantos. Como perro al que van a sacrificar me miraba, confiado y a la vez expectante. Y una vez descubrió el engaño, sus reproches me hacían dudar y recriminarme a mi misma esta traición. ¿Por qué? ¿Cómo me haces esto? ¡Sácame de aquí! ¡Yo no estoy loco! Casi abro en marcha la puerta para que escapemos juntos. A cualquier lugar, como tu decías, a vivir en la sierra como dos indios.

No te voy a contar todo lo que viví a tu lado y que no recuerdas por culpa de los tranquilizantes. No te gustaría saberlo. No nos gustaría a ninguno de los que te queremos. De lo que vivimos después, cuando comenzaste a volver al mundo de los cuerdos si escribiré.

Dos meses acompañándole allí. ¡Qué duro! 

Si, pero con final feliz, que hace que la experiencia se torne amable, que las imágenes  se embellezcan y que todo dolor se haga relativo. 

¡Cuántas sensaciones en solo dos meses! 

Recuerdos que se diluyen en mi mar de experiencias.

No se porque he vivido tan deprisa, porque me ocurren tantas cosas. No se si soy yo la que llevo el pulso acelerado, o si me eligieron los extraterrestres para experimentar y manipulándome genéticamente para que mi vida fuera más rápida que la de los demás. 

No estoy loca, puede ser una posibilidad, ¿no hay personas que creen que Dios los hizo así y tampoco lo han visto?

Puede ser que los encuentros con la muerte, hagan que el ser humano le coja ansias a la vida y quiera hacer todo lo que cree que quizás no tenga tiempo de hacer. 

Será por eso, porque yo me encuentro con la muerte cada cierto tiempo. No fue la primera vez, pero con doce años me la encontré en una calita tranquila en Blanes.

En la superficie sus aguas eran mansas, pero estaba llena de trampas. Remolinos que te llevaban al fondo en segundos y que no te dejaban tiempo para sacar la cabeza a la superficie en busca de vida.

Mis últimas palabras “tito, déjame ya”, mis últimos pensamientos, “no me está pasando a mi, me sacarán”. 

Supongo que es lo que piensan todos los ahogados justo antes de morir, que a ellos no les está ocurriendo. Luchan con todos los bríos, pelean como atletas, pero cuando las fuerzas se terminan, se quedan en blanco.

Te quedas dormido, abres los ojos mucho con sorpresa y tus pupilas recogen las últimas imágenes. El color del agua es turbio e intenso. No es transparente, es verde claro como las botellas de champán. Entras en una especie de sueño para no pensar que te estás muriendo.

Por suerte, me sacaron. Una vez recuperada y vomitada toda el agua, me quedé sobre la arena, mirando por entre mis piernas el mar, por tiempo indefinido. Era solo una niña, antes de entrar ese día en el agua, mis pechos emergían por aquella época y mi cuerpo empezaba a despertar. Era solo una niña, pero al salir ya no lo era.

Comencé a vivir deprisa, a ser la guía de mi madre, la madre de mis hermanos, de mis amigos, de los niños y niñas que me rodeaban. Yo ya no era una de ellos, aunque solo tenía doce años.

Nunca me plantee, hasta hoy, cuando fue y en que momento que maduré. Mi madre me hablaba como a una adulta desde muy  pequeña. Yo le daba consejos.

Quizás aquel día, la naturaleza me embistió en el agua, para que fuera una persona distinta a los demás. Ni mejor ni peor, distinta. Quizás por eso siempre tuve necesidad de cuidar de ti, como de todos los demás.

En aquel edificio lleno de locos, las paredes eran iguales que las demás, el personal que los atendía quizás un poco más perturbado de lo normal, pero con igual indumentaria. Todo era parecido a lo que vemos en cualquier hospital, solo que las ventanas estaban selladas, los huecos de las escaleras disponían de mayas y la puerta era de seguridad, con un ventanuco redondo, donde ni tan siquiera cogía tu cara entera. 

Muchas veces la vi tras ese ventanuco. Tantas como veces intentaste que te ayudara a escapar por aquella puerta. Todo era bastante corriente menos los pacientes, ellos eran únicos.

Comía en casa con mis hijos, para volver a bajar corriendo con mi moto antes del café, sin olvidar una parada en el supermercado, para comprar gominolas. Hoy coca-colas, mañana fresones, moras, nubes...

¡Qué sorpresa para ellos! Tenían de todo, menos chuches y mecheros.

¡Qué revuelo de locos por los pasillos!

El mechero, por mucho que lo pidieron, no lo consiguieron, yo era la cuerda, ¿recuerdas? No les podía conceder ese deseo. Se que solo querían fumar a escondidas, pero la planta ardió más de una ocasión.

Encender si que les encendía todos los cigarros que me pedían a escondidas de los celadores.  Sentada en la puerta de los servicios, ni siquiera interrumpía mis conversaciones contigo, no guardaba el mechero.

Paseaba contigo y saludaba a los demás, a pesar de que tú te ponías un poco celoso, no querías compartirme. Como político en la inauguración de una obra, chocaba sus manos con energía, cada vez que me cruzaba con ellos por el pasillo.

Cada choque era una sorpresa, no se iban con las manos vacías.  Metía la mano en mi casco y sacaba una chuche distinta.

¡Que caras de ilusión!  

Yo era la única cuerda en el grupo de amigos. Salíamos juntos a pasear, cantábamos en el club, comíamos, reíamos y fumábamos juntos, siempre vigilados por nuestros carceleros.

En más de una ocasión la indignación me llenaba y protestaba con vosotros definiendo claramente de que parte estaba. Un día, fumando, todos ansiosos en la hora permitida, un celador apagó un cigarro metiendo la mano de una paciente en un cenicero lleno de agua. 

Contuve mi lengua para no crear motines innecesarios, pero mi cuerpo habló por mí. Me levanté de un salto, retiré la mano del celador y ayudé a mi amiga a limpiar el agua con nicotina. No sin antes lanzar una mirada de amenazante que hizo agachar la cabeza a aquel ser inanimado. 

¡Solo por el sueldo, supongo, estaba allí solo por eso!

Conocí a Juan un viejo saxofonista. Era un poco violento, con todos menos conmigo. Tenía que esconderme  para que no me viera. Si me pillaba, mi  castigo era bailar pasodobles durante horas delante de la tele, con esos programas musicales que le ponían para que pasara el tiempo tranquilo.

¿Tú sabes el aguante que tiene un viejo loco con una cara joven y bonita como la mía? 

¡No sabes lo que duele el culo y los gemelos, bailando pasodobles!

Ahora imagino la escena, fue entrañable. Son experiencias tan bonitas que me siento una privilegiada. Siempre dije que de toda experiencia mala, surgen otras preciosas, que nunca te pasarían si no te toca vivirlas. 

Yo jamás hubiera pasado mis vacaciones en una planta de psiquiatría, por lo que aquel verano fue único e irrepetible.

¡Cómo me gustaría volver ahora mismo a bailar con Juan! 

Si sigue allí y no se ha muerto, era muy mayor.

De mi abogado contaré que su imagen me impacto, al entrar en planta. Era de poca estatura y muy corpulento. Su vientre abultaba casi tanto como su cabeza. No tenía un cuello definido. Su cabeza estaba pegada a su cuerpo sin forma. 

Lo más impactante, una rozadura amoratada y ensangrentada en el cuello rodeándolo en círculo. Parecía recién sacado de una película de terror. Parecía un muerto viviente. En realidad, lo era.

Con su pijama de cuello de pico, no había lugar a esconder ese intento de suicidio. Me contó, que no quería seguir viviendo, que no tenía ningún motivo. Era un abogado solitario, comunista y granadino. Sus padres murieron, no tenía hermanos, mujer ni hijos y no entendía por qué no le dejaban morir en paz. 

Tenía la espalda cosida a grapas de uno de sus intentos y decía, que no tenía valor para tirarse desde una terraza de un octavo que le daba vértigo. Todo lo demás lo había intentado, pero algo fallaba siempre.

El último, la soga. Casi muere, pero llegaron a tiempo, graparon sus vértebras, lo curaron y a vivir. Decía, que tenía un cuerpo muy duro de matar, que si no ya lo habría conseguido. No es fácil matar a un humano. 

A un conejo si, ya te enseñaré yo que aprendí de chica.

También vivía allí un loco de mi barrio, amigo de la infancia. Crónico. Tenía todo lo blanco de los ojos fuera, a los lados, arriba y abajo. Las drogas, lo llevaron al otro lado y además no tenía a nadie, era ya su familia aquella planta. Le dejaban salir y entrar.

Trapicheaba con cosas de todo tipo que traía del exterior. No lo cacheaban por aburrimiento, por eso quien podía pagarlo, tenía mechero.

Un día ingresó un muchacho de unos treintitantos años. Delgado, de ojos verdes, pelo claros y piel muy blanca. Su cara transmitía bondad, pero sus peticiones nos hacían desconfiar. Su obsesión era que le llevara el periódico del día anterior a su llegada. 

-          ¿Que habrá hecho? - pensé.

Tenía miedo a su violencia, aunque su cara era dulce y sus gestos muy cariñosos y respetuosos. Cuando volvió del largo sueño en el que los sumergen a todos los nuevos los primeros días y las primeras noches, me dijo:

- Consíguemelo, no es nada malo, el periódico, por favor, el periódico.

Yo admitía peticiones de todo tipo. Una vez mi abogado, no pude aprenderme sus nombres, eran muchos, por eso todos tenían su apodo. Una vez me pidió que le trajera la letra de la Internacional Comunista.

-          Tiene que decir parias de la tierra, si no, no es – me decía.

Yo accedía a todas las peticiones que no entrañaran peligro. No me importaba la opinión de los carceleros ni sus regaños diarios. Aquel día me reprocharon que los hubiera puesto tan nerviosos, solo por cantar a pleno pulmón en la sala de televisión.

Fue muy emocionante, ver como se daban la vuelta cuando me vieron a su lado. Seguro que si los locos lo hacen solos, hubieran reprimido esta expresión artística nada más empezar.

Nos vigilaban intentando adivinar en que momento debían intervenir. Al verme a mí cantando puño en alto con todos ellos, solo les quedó soplar y rumiar reproches hacia mí.

Busqué su periódico entre los atrasados que se guardan en mi trabajo hasta que lo conseguí. Asustada mientras rebuscaba en las noticias, finalmente  respiré tranquila al encontrarla. 

Mi querido amigo, entrañable y cariñoso, se había colocado una bata blanca y se había metido en el maternal.  

Una a una, había visitado a todas las madres, cogido a sus hijos y enseñado cómo ponérselos en el pecho, como tranquilizarlos y cómo cuidarlos.

De paso se hinchó de tocar tetas el tío, pero las madres, aunque extrañadas por lo tarde de la visita del médico, no presentaron denuncia, porque en ningún momento se sintieron amenazadas, según decía el periódico, sino todo lo contrario. Les había transmitido mucha paz y tranquilidad.

El villano se convirtió en héroe por un día, no sabes como se pusieron sus amigos los locos y yo cuando vimos que no era un asesino, ni un violador ni nada de eso. También en voz alta en la sala común leímos su aventura.

Comprenderéis que para mí desde ese día, era “el médico”.

Respiró tranquilo y orgulloso, sabedor de que todos conocíamos su gran hazaña.

Había algunos locos que si que daban miedo. Dos metros de loco, con esquizofrenia total. Terminó su carrera y al poco, título en mano, enfermó. Este armario empotrado, de pronto sin venir a cuento, daba un alarido, que se asemejaba a una risa, pero que para nada era contagiosa, más bien nos cortaba a todos la respiración. ¡Que susto!

Había muchos más: una muchachilla que no quería comer, “la niña”, un crío con las muñecas llenas de cicatrices, profundas, como tendones en sentido contrario que atravesadas en su piel.

Una mujer con posparto, otra que fumó demasiado cannabis según decía. Hay gente especial, que no pueden fumar, otros fuman toda la vida y no les pasa nada, pero, nosotros no podemos.

Todos, con peticiones diarias; unas gominolas, unos cigarrillos, una revista ...

Y mi loco preferido, mi fosforito como decía mi hijo, el más especial, el que quería construir naves espaciales con goma espuma. 

Esclavo de su creatividad pensó que le faltaba tiempo para hacer y decidió no dormir ni comer. 

Tenía una rosca de cuerda, con todas las respuestas a todas las preguntas del mundo. Podría haberlas hecho en papel, en una libreta, pero no fue  así. En tablillas de madera, pirograbadas y barnizadas para que tuvieran más fuerza. 

Me pedía que le hicieras una pregunta y se ponía a buscar rápidamente la tablilla adecuada. Y lo peor de todo es que acertaba. Yo no lo veía tan loco, por eso confiaba en mí, porque sabía que era uno de los suyos.

¡Qué a gusto se quedo el personal de planta  cuando me fui!  

Traía a todo el patio revolucionado. La cuerda, todos los días a primera hora de la mañana aparecía, hasta que me echaban para dormir a la noche. 

Fue una experiencia fantástica, mereció la pena, porque no volvimos nunca. Yo les dije que volvería, para visitarles, a ellos solos. Falté a mi palabra, no pude regresar, era todo demasiado doloroso.

He de confesar que durante estos meses he pasado momentos de temor por mí. Temor a los razonables, a los que me veían cruzar la línea a diario, para ir y volver a su mundo, al de los dementes, al de los valientes, al de la gente que piensa más que nosotros y que no deja pasar ningún detalle de la vida. 

En cualquier momento alguien podía haber hecho conmigo lo que yo hice con él.

Yo no despegué con mi nave espacial, pero si me pareció genial hacer una.

Otros se preguntarán ¿para qué? Yo no puedo hacer eso, cuando tengo anclado en mi campo, un barco de siete metros de eslora hecho con mis propias manos.

Pertenezco a esas personas no razonables. A esas personas que creen que si no daña a nadie, todo se puede hacer. A esas personas que se divierten haciendo locuras, haciendo de las suyas. 

Pero el mundo que nos rodea está lleno de cuerdos y razonables que intentan meternos en el redil. Por eso me gusta rodearme de iguales, por eso me divierten tanto los niños, porque son lo más parecido a un loco y todo le mundo los deja hacer tonterías por eso, porque son niños.

LVM

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