sábado, 17 de noviembre de 2012

IGNORANTE SOY primera parte



Caminaba por aquellos anchos pasillos llenos de puertas, confirmando lo ignorante que era de la vida a pesar de ser tan vieja. Había aprendido tanto en tan poco tiempo, que no tenía dudas, le quedaba mucho por aprender.

¡Cómo le hubiera gustado dar marcha atrás y volver a vivir con todas esas enseñanzas!

Ahora, ya no tenía prejuicios ni ideas preconcebidas de nada. Ya no esperaba de los demás ninguna correspondencia, simplemente actuaba a favor de su propio interés intentando no dañar y con la sinceridad por delante.

Antes, cuando solo era una niña de treinta y ocho años, establecía un guión con diálogos a dos. Si el otro actor no conocía su papel, simplemente la obra de su vida estaba mal interpretada, incluso suspendía la función.

Ya no. Estaba decidida por la improvisación. Caminaba por la vida como por un gran escenario sin saber cuales serían los personajes con los que se cruzara ni sus diálogos, menos aún la acotación.

Inmersa en sus pensamientos, no le vio llegar. Se cruzaron cuando él, le dio el alto. De pronto se lo encontró tan cerca, que no podía dejar de mirar sus labios. Casi bizqueó por timidez.

Se abrazaron muy fuerte, con la euforia de los meses acumulados sin verse. Lo hicieron varias veces, se miraban, sonreían y se volvían a abrazar. Nadie por los pasillos era tarde, no debían guardar composturas, no tenían testigos pero si muchas ganas de abrazarse.  Besos de perdiz y caricias en la cara, brillo en los ojos, emoción e incluso algún pequeño puchero.

La lista de reproches era larga, pero más larga era la de cotilleos y curiosidades a contar.

Comenzaron a hablar despacio, tímidamente. Pero pronto apareció la confianza que tenían guardada y finalmente se contaban sus cosas con ansias, atropellándose las palabras, mandándose callar ambos, para poder contar, como si el tiempo fuera oro, sabedores de que quizás volverían a pasar muchos meses hasta que la improvisación les llevara a un nuevo encuentro.

Risas, caricias y algún reproche camuflado en consejo. Pasaron los minutos sin pausa, el edificio se quedaba vacío por momentos, la cafetería llevaba ya varias horas cerrada.

Ellos allí, en las escaleras, machacando tímpanos y lengua.

Muchos “te lo dije” algún “¿porqué no me llamaste?” y sobre todo, mucha complicidad.

Y después de aquello, llegó la paz con un abrazo silencioso y largo.

Todo terminó, debían volver a casa. Se dirigieron a la puerta de entrada, despidiéndose hasta más ver, con sonrisas y propuestas de repetirlo más a menudo. Las luces se encendían y apagaban a su paso. Todo parecía habitado, pero no era así, al llegar a la puerta de entrada _____,  estaba cerrada. 

Él la miró sobresaltado, reprochándole sus risas y su pasividad. ¿Cómo era posible que ocurrieran estas cosas? Seguramente no sería la primera vez, debía estar previsto. En aquel gran edificio, debía haber alguna puerta de emergencia, alguna cámara de seguridad, algún avisador para los servicios de vigilancia.

Pasaron los minutos y nada. No encontraron ni se les ocurría nada. Ella intentaba transmitir calma. Avisar a algún compañero que buscaran ayuda ¿podría ser?

Pero para él era una indignidad llamar, quedaría como un tonto ante sus colegas. Rondaban por su cabeza las explicaciones que debía dar: ¿Porqué estaba allí a esas horas? ¿Quién era esa señora?

Debían salir por sus propios medios.

Ella no podía evitar la risa, le ocurría siempre que se ponía nerviosa. Pero además las expresiones y gestos de su amigo se las provocaban. Esas risas a su vez, alimentaban aún más su enfado.

-          No te rías. Que te estoy avisando. No te rías.
-          ¿Me amenazas? ¿Qué me vas a hacer? ¿Castigarme sin cenar?

Era una provocadora nata. Desde muy pequeñita sentía una atracción brutal por hacer aquello que le mandaran no hacer. Mandarla callar u ordenarle que no hiciera una cosa, era provocarla para que ejecutara. Podía conseguir que se frenara unos momentos, pero no más. Sabedor de este defecto de su amiga, opto por soplar y soplar, callar y callar, e intentar ignorar sus risas.

Solo el cansancio la hizo parar. Las risas dieron paso a bostezos. Comenzaba a hacer frío en aquel pasillo.  Avisaron a sus familias de que no dormirían en casa, para evitarles preocupaciones y se dispusieron a pasar la noche allí. Por la mañana, ya verían la forma de salir cuando la actividad del edificio volviera a la normalidad.

-          ¡Anda vamos!
-          ¿A dónde?

Recibió la callada por respuesta. Estaba realmente enfadado. Ella aclaraba una y otra vez que no tenía la culpa y que ya la conocía. La risa estaba siempre presente en su vida, a pesar de que a veces era muy inoportuna y solía molestar, no podía evitarlo.

-          Si sigues enfadado, me dará más risa. ¿Qué quieres que te diga? Lo siento. Yo no tengo la culpa de que hayan cerrado la puñetera puerta.

Y al terminar cada frase, una risilla nerviosa.

La condujo por varios pasillos, sin mediar palabra. Abrió con su propia llave un pequeño despacho separado por mamparas de otros. En su interior tan solo unas estanterías cargadas de objetos, archivadores y libros. Una mesa, un sillón y poca cosa más.

Él se acomodó en su sillón y encendió un pequeño radiador que tenía bajo la mesa. Cruzó los brazos y cerró los ojos, muy enfadado.

Ella caminó unos momentos por el despacho, curioseando fotografías y carteles que colgaban de sus paredes. No había sitio para sentarse, no se atrevía a mediar palabra.

Su insolidaridad hizo que también ella se enfadara. Se sentó sobre la mesa, de espaldas. Pasado un tiempo, subió las piernas, buscó unos libros para apoyar la cabeza y se recostó de lado, de espaldas a él.

Apagaron la luz para intentar conciliar el sueño. Imposible dormir en estas circunstancias. Ella no paraba de moverse, era dura la mesa para sus anchas caderas. Conocía ese cuerpo desnudo y lo que podía hacer. Conocía sus movimientos. Conocía sus ternuras. Añoraba las noches en vela con ella. Sabía también que era orgullosa, jamás movería un dedo para provocarle el deseo. Debía ser él quien diera el primer paso.

Sentado en su sillón, apoyó los brazos sobre la mesa para recostar su cabeza. La tenía tan cerca. Reconocía el olor de su pelo. Ella no dormía seguro, pero no se dejaría hacer tan fácil, más aún después de su enfado. Su pelo, largo y desaliñado, caía sobre la mesa. Podía tocarle las puntas del cabello, sin que ella se percatara. Así lo hizo.

CONTINUARÁ…

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