sábado, 10 de marzo de 2012

DESVIADAS DE LA SENDA

Siempre fui una niña delgada, rubita y muy bonita. Mi madre me ponía vestiditos rosas, de esos que tenían un corpiño como un delantal. Lo malo, es que lo hizo hasta bien mayor.

Recuerdo que el día que me vino la regla, aún usaba falditas de aquellas de cuadros escoceses con tirantes cruzados por la espalda y peto delantero.

El carácter dominante de mi madre, me obligaba a desistir en mi empeño de llevar pantalones y poder correr libre, sentarme con las piernas abiertas en los escalones de la puerta de casa. Lo hacía cuando no me pillaba, pero con mi faldita.

Ella me obligaba a cruzar las piernas, a no sentarme si no era necesario y a caminar como una señorita. Su estricta educación, me hizo cada día más callada. No compartía mis sentimientos, no contaba ningún secreto a mis amigas, no compartía el cariño… incluso me molestaban que me tocaran en exceso.

Pasaron los días, y los meses, y mi vida se llenó de tristeza. Solo conseguía sonreír recordando los juegos de niña, con otros niños del pueblo, con los que jugaba en el río, quitándonos aquellos ropajes ridículos para bañarnos en braguitas y calzoncillos. Las cabañas, las guerrillas de barro, los golpes y también  las peleas.

Con ellos no había diferencias, entre nosotros todo era tan verdadero, ¡que importaba que mis senos comenzaran a despuntar! ¡Que cada día estuviera más bonita a los ojos de los hombres! pero no a los suyos, ellos eran mis amigos. Conseguía conectar mucho más con los chicos, jugando al futbol, robando en las huertas, que las cursiladas  de las niñas, de muñequitas y tonterías.

¡¡ Mi mi mi mimi! -  les decía a escondidas de madre.

Ella  me regañaba por señalarme las piernas y la cara. Siempre me decía: “Así nunca serás una señorita, además vas a quedar marcada y fea y ya no te querrá nadie”.

Para ella era solo un objeto, una mercadería. Una joya preciosa que podía lucir para agradar a las visitas en ocasiones, cuando conseguía vestirme y arreglarme con aquellas coletas espantosas, con lazos grandes y brillantes, con los trajecitos que me hacía ella misma. Me quería morir, cuando sus amigas, me observaban y hablaban de mí como si yo no tuviera oídos, como si de un concurso de perros se tratara y ellas eran el jurado. Odiaba cuando me ponían novio, este o el otro, siempre picando alto, claro.

A veces deseaba haber nacido fea, o con algún problema físico o mental, para que me dieran por perdida y me dejaran en paz. Pero no, la naturaleza fue generosa conmigo: Me dio un pelo rubio que mi madre mantenía largo y aclaraba con camomila, una estatura considerable, y un cuerpo que cuando se hizo mayor, odiaba más todavía.

No me gustaba no poder correr como antes, por culpa de las tetas que me salieron. Tampoco me gustaban todas las tonterías de las chicas, que presumían y hablaban de chicos a todas horas, siempre de cacería. Y no me gustaban las revistas de chicas… no me gustaban las chicas en general.

Yo estaba más a gusto con ellos y en ocasiones olvidaban que era una chica. Siempre me decían, que hablar conmigo era como hablar con un chico y cuando me ponía sensible por algo, me regañaban diciendo: “anda, que te has puesto muy nenaza hoy”.

Fui creciendo y me echaron novio. Si, me echaron novio, era muy guapa y siendo muy joven, mi madre se empeño en meterme por los ojos a un chaval, que supongo estaba igual que yo. Recuerdo que llegamos incluso a ver trajes de novia. Recuerdo la cara de mi madre con la dependienta. ¡La novia más guapa que he visto jamás!

Pero yo me miraba al espejo, con aquel vestido y me daba vergüenza no poder ni siquiera hablar, por cansancio puro. Fui su muñequita durante meses. Recorrimos todas las tiendas de novia de la ciudad e incluso la de ciudades vecinas. No había que mirar precios, todo para su muñequita.

Cada día odiaba más y más sus besos. Me asqueaba el sabor de su boca. El roce de su perilla, me hacía daño en la piel y  limitaba más mis besos,  lo mínimo necesario para cuidar las apariencias. Nunca le dejé tocarme, amparándome en la familia y la moral tan estricta que teníamos.

Aquél día mientras desayunaba en la cocina, escuchaba la radio que mi madre tenía siempre puesta, con la que hablaba sola, y a la que siempre le daba la razón. No se muy bien que cosas escuchaba, porque todo lo que se refería a mi madre me aburría soberanamente, pero ese día, un anuncio me impactó. Buscaban religiosos y ofrecían un empleo incluso, en sus colegios.

No se hable más – pensé – esta es la salida a todo. No podía salir de casa sin trabajo, no podía escapar de todo aquello sin una buena excusa. A mi madre le daría un disgusto, pero a la vez una gran alegría. Ella era muy religiosa, y que su niña decidiera dedicar su vida a Dios le compensaría con creces. Podía seguir presumiendo de hija con las amigas.

Mi nueva familia era muy acogedora. Más comprensivas incluso que mi propia madre. Me mimaban y cuidaban como a una niña pequeña. En realidad lo era.

Observando a mis compañeras me di cuenta, que todas ingresaron muy jóvenes y que todas tenían la juventud perdida entre aquellas paredes. Muchas de ellas conservaban la inocencia de los niñas, incluso jugaban al pilla- pilla en el patio, para hacer ejercicio, cosa muy necesaria en el convento puesto que sus salidas eran mínimas y nuestro retiro espiritual nos hacía perder incluso tejido muscular.

Otras eran personas amargadas, que no vieron otra salida en sus vidas que esta, o bien fueron obligadas por la familia y el hambre de la época de la postguerra.

Procuraba refugiarme en las primeras y huir de las embestidas de las otras. Y poco a poco, mis lazos de amistad se estrecharon con el grupo de las jóvenes, de las cuales yo era, con diferencia,  la más joven de todas.

De entre todas destacaba Sor Amor, que nos protegía, nos guiaba y nos animaba cuando  venían los días tristes. Era la más humana de todas. No llegaba a los cuarenta, pero ya llevaba al menos dos décadas en el convento. Tenía la experiencia suficiente para hacerse respetar por las mayores y la juventud necesaria para no verse incluida en su grupo. Era de las nuestras aún. Su cara reflejaba verdadera vocación, y en sus clases con los niños, se le notaba el amor hacia su trabajo y hacia los niños. Ella me enseño y ayudó cuando comencé a dar las primeras clases. Ella ponía a los niños en su sitio, cuando abusaban de mi confianza debido a mi juventud y mi falta de carácter. Siempre aparecía en el momento adecuado para darme un capotazo. Siempre tenía una sonrisa a tiempo y un gesto, que me ayudaba a seguir adelante.

Aquella tarde no pude evitar mirarla mientras dormía. Pasé a su celda a preguntarle un segundo, y la encontré descansando, con el pelo suelto sobre su almohada.  Noté un gran golpe en el estómago, que me hizo dudar por un segundo de mi sexualidad.

Siempre dudé sobre mi atracción por los hombres, pero nunca pensé en la otra opción.

Pensaba que mi novio no me gustaba, no tenía conversación, no era atractivo, no sentía nada por él. Pero siempre pensé que podía sentirlo por otro chico.

Pero esa cara tenía ángel. Ahora comprendía por qué, eran almas gemelas. Era un ser especial. Se paró un momento en el quicio de la puerta, con la mano sobre ella para abrirla y me quedé paralizada, mirándola.

En ese momento se movió un poco y de un salto cerré para que no me sorprendiera.

Volví a abrir… volví a mirarla.

Me produjo tanta ternura, que imaginé como me acercaba a ella, a abrazarla y dormir a su lado. Me acerqué a la cama, disimulando por si despertaba, nadie podía verme. Rocé con un dedo sus labios, eran tan eatractivos, que… “no, no no no, ” -  me dije.    

CONTINUARÁ …en EXPOLIO EN CASA

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