lunes, 12 de marzo de 2012

SIENTO COSAS

 relato que viene de EXPOLIO EN CASA

-          Yo siento cosas – le dije – deseos.

-          Es normal, es muy guapo y ese uniforme le favorece a cualquier hombre. Pero no debes sentirte mal por ello, eso solo te hace más humana.

-          Te confundes.

-          Todas hemos sentido alguna vez el impulso… – continuó hablando.

-          No me escuchaste, te confundes. No siento en absoluto deseo por ese muchacho- me armé de valor, la miré a la cara – es por ti.

Su cara me confundió más aún. Esperaba un gesto de reproche y encontré en ella su aprobación. Con total normalidad y naturalidad, me sonrió y me dijo mientras me miraba directamente, sin tapujos, como ella solía hacer con todo.

-          Claro, normal. Tú me quieres, me aprecias y eso lleva como consecuencia el deseo de poseer. Es normal que me desees, que quieras tocarme y acariciarme. ¿te extrañas de ello?

Siempre estaba de broma esta mujer, nunca sabías cuando hablaba en serio. No podía ser tan fácil.

-          No bromees con esas cosas. No soy una niña pequeña con la que puedes jugar.

-          No estoy bromeando, solo expreso mi opinión sincera.

Esta vez se puso muy seria. No le sentó nada bien lo que le dije.

-          Y ¿qué hago?

-          Vive. Se que te enseñaron que debes guardar tus deseos y tus relaciones solo para Dios. Que es pecado todo contacto afectivo en ese sentido. Pero esas normas no las pone él, las ponen los hombres. Todo es más natural de lo que esas normas pretenden que sea. Lo natural entre personas que se aman, es que se den cariño y se lo demuestren. ¿tú crees que si Dios viniera, comenzaría a redactar tantas normas absurdas? ¿tú crees que les diría a las parejas que solo deben hacer el amor para procrear?

-          No, claro. Eso es una barbaridad.

-          Pues ya tienes la respuesta, tu cabecita piensa.

Me agarró las mejillas con sus manos, retiró mis lágrimas con sus pulgares y me dio un beso, muy cerca, mucho, muy cerca de la comisura de mis labios. Todo estaba dicho.

Llevaba razón, ¿porqué les pedían a ellas tanto? ¿Quién establecía que normas se podían saltar y cuales no? Todos disculpábamos la utilización de anticonceptivos, alegando que esa norma era demasiado extricta, pero nadie lo hacía cuando se trataba de los religiosos. ¿A caso no somos personas? Somos los hijos de Dios, al igual que los demás, solo que decidimos dedicar nuestra vida a él. ¿A caso no lo hacíamos? Todos los días cumplíamos con todos los deberes de nuestra vocación, ¿solo por sentir ya no merecíamos continuar?

Un gran peso salió de mi alma tras aquella conversación. A partir de ese día me relajé. Volví a sonreír, a dormir y a trabajar como siempre. A partir de ese día, las miradas entre nosotras cambiaron. Las sonrisas se tornaron insinuantes. Los consejos cotidianos tenían siempre picardía y mensaje encubierto. Nuestro contacto habitual se tornó excitante.

Un solo roce de ella sobre cualquier parte de mi piel, me encendía y aceleraba. Una sola mirada en el comedor, me humedecía.

Comencé a descubrirme por las noches. No podía evitar cuando me quedaba sola en mi celda, imaginarla. Que sus manos me acariciaban, que me ofrecía su boca, que tocaba su pelo, que lamía su cuerpo. Comencé a experimentar sola. A tocarme. A disfrutar de mi cuerpo, pero no me atrevía a dar el paso definitivo.

Al llegar la primavera, comenzamos a trabajar en el huerto. El sol y el trabajo nos obligaba a quitarnos la parte superior del hábito dejando solo la camiseta interior de tirantes. Sus brazos eran tan fuertes y sus conocimientos en el tema tan extensos, que me quedaba embobada mirándola. En ocasiones me llamaba la atención para que me aplicara y siguiera trabajando.

Me gustaba mirarla haciendo ese trabajo. Me gustaba cuando se agachaba o cuando cogía con fuerza alguna carga. La imaginaba cargándome en brazos mientras yo me colgaba de su cuello y le devoraba la boca.

Fueron días de fuertes emociones. Los roces, las caricias se multiplicaron. Hasta aquel día que escondidas tras un gran nogal, a plena luz del sol, me besó. Fue muy tímida. No me imaginaba que pudiera serlo tanto, cuando sus palabras y opiniones respecto al tema eran tan valientes. Pero sus labios temblaban y su respiración era dificultosa. Quizás yo, en ese momento, fui la fuerte, la serena.

Al principio fue un beso infantil, tímido. Pero poco a poco, nuestras lenguas actuaron y apareció la pasión. Alejadas hasta ese momento, por miedo a tocarnos, a rozarnos, a ensuciarnos con nuestros deseos, solo bastó un beso para olvidarlo todo.

Abrazos, encuentros de manos. Su cuello, su pelo, su espalda, su vientre, todo en segundos, nos ofrecimos todo en un momento.

No podíamos disimular al entrar en el comedor. Incluso alguna compañera nos notó algo y nos preguntó si nos encontrábamos bien. Nos excusamos alegando el trabajo al sol, el peso que habíamos transportado para abonar el huerto. Si, menudo peso. El peso de años de deseo, comenzaba a desaparecer.

Y por la tarde, como un mensaje en una botella, pero esta vez en un libro de oración, vino su propuesta:

“ Ven a verme esta noche “

Si, si lo haría. No esperaría más. Podíamos vivir así toda la vida. Yo la amaba sinceramente y sabía que era correspondida. Meses de convivencia me decían, que no era una relación de hermanas como la que manteníamos con las demás. Nosotras estábamos enamoradas y teníamos derecho a amarnos porque, a nadie hacíamos mal.

Todo estaba oscuro. Ya había pensado que si me topaba con alguna madre, le pondría de pretexto que escuché ruidos y que estaba revisando por si venían de nuevo los ladrones. Fue tan rápido y corto el espacio de tiempo que nadie podía apreciarlo, pero para mi los segundos transcurrían a cámara lenta, el pasillo se me hacía la colina más infranqueable, y el miedo a ser descubierta se mezclaba con el miedo a verla a ella.

Cerré la puerta tras de mí, ella me esperaba. No pude dar un paso más. Ella se acercó. Con mis manos en la espalda, sin poder moverme, paralizada, todo lo tuvo que hacer ella. Se notaba que no era su primera experiencia. Acercó su cara a la mía. No sonreía, estaba ¡tan seria!

Nos desnudamos solo en parte, temíamos ser descubiertas. Necesitaba mostrarme y ver, al menos su cuello y sus pechos. Su pelo caía sobre su espalda. Era tan sensual como una gran modelo, pero nadie lo supo jamás. Nadie vio ni un centímetro de su piel, salvo ella misma. O quizá no. Todo era tan confuso.

Se desataron todos nuestros músculos, por separado. Actuando cada uno con ansias independientes. Nuestros vientres estaban tan calientes, nuestro pecho frío por el sudor generado por la tensión. Ella retiró el cordón que aún mantenía mi falda en mis caderas, y quedé en ropa interior. Yo no fui capaz de hacer lo mismo, pero ella misma se paró, me miró, sonrió y pegó un tirón de su propia falda. Que genio, que atractiva mujer, siempre tomando la iniciativa en todo. Siempre resolviendo. ¿Miedo a ser descubierta? Para nada. Daba la sensación de que si ocurría, tampoco sufriría muchos apuros.

Continuábamos de pié, contra la puerta, ella retiró mis bragas con una mano, mientras la otra buceaba en mi sexo. Estaba tan caliente que el frío de sus manos me hizo dar un repullo que le produjo una pequeña carcajada.

- Ven, calentémonos en mi cama – me dijo.

Me dejé llevar por la que sabía conducir claramente. Me dejé amar aquella noche. Sus manos enfriaron mi sexo, solo por unos momentos. Pronto recuperaron la temperatura, pronto la humedad bajaba por mis nalgas hasta llenar incluso las sábanas.

Saco de la mesilla una vela. Más o menos imaginaba que era del grueso del sexo de un hombre. Me miró y me dijo:

-          No tengas miedo, te dolerá un poco al principio, pero es necesario.

Apoyado su codo en la almohada, me miraba desde lo alto, que pequeña me sentía a su lado. Yo me retorcía bajo ella, mi pelo se volvía un estorbo, y ella se encargaba de retirármelo una y otra vez, para poder besar mi boca. ¡Besaba de aquella manera!

Recordaba los besos de mi novio, no tenían comparación. Esa boca era dulce y esos ojos sinceros. Yo no podía sonreír, pero ella lo hacía a cada momento. Al terminar cada beso, al comerme el cuello, al besar mis pechos.

Yo notaba como mi sexo quería más. La dulzura de sus dedos no era suficiente. Ella siguió bajando por mi cuerpo. Yo no tenía la suficiente paciencia, pero de vez en cuando, sus palabras me obligaban… “ssss tranquila, no hay prisa. Tranquila”.

Aquella mujer sabía bien lo que hacía, conocía bien el amor. Las sensaciones que logró que alcanzara me llevaban a la desesperación. Y el silencio del convento, a veces se rompía con mis sollozos. Ella me mandaba callar de nuevo, incluso me ponía la mano en la boca, pícara y traviesa:

- Chsss, silencio, ssss. “ – decía sonriendo de nuevo.

Pensaba una y otra vez, que a pesar del dolor que ella me había avisado que sentiría, solo quería que me penetrara de una vez. Y así se lo decía una y otra vez.

Hasta que por fin, despacio, muy despacio. Comenzó a hacerlo. Contuve la respiración, y ella volvió a mi cara, me miró a los ojos, y procedió. El dolor se mezclaba con el bienestar de sentir, sus manos trabajaban al mismo tiempo. No dejaban de ayudar a que todo encajara. Poco a poco. Despacio. Un poco más, poco a poco.

Acompañaba de tanta dulzura su gesto, de tanto cariño y amor. De tantas caricias y besos, que finalmente aquella primera vez, la recuerdo como las más bonita que jamás puede soñar.

Quedamos dormidas un corto espacio de tiempo, pronto comenzaría la actividad en la casa, y no debíamos despertar sospechas. Besos, muchos besos de despedida y la promesa de que pronto aprendería a hacerla sentir a ella, como ella lo hizo esa noche.

Muchos días nos esperaban, no estábamos dispuestas a dejar morir aquello, en Pro de unas normas antinatura, que además solían marcarlas los hombres, y que por su puesto, no solían cumplirlas.

CONTINUARÁ... en UN TOMATE DE TU HUERTA

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