domingo, 11 de marzo de 2012

EXPOLIO EN CASA

 Este relato comienza en DESVIADAS DE LA SENDA

Mi corazón se aceleraba, como nunca antes lo había hecho. Podía notar mis latidos bombeando sangre, notaba incluso cierto mareo por mi excitación. Me arrodillé a la cabecera de su cama para mirarla. Ella seguía durmiendo profundamente. Su pelo alborotado, moreno y rizado, caía ligeramente sobre su cuello.

Su cuello.

Retiré un mechón de su cabello, y allí estaba. Su piel blanca como el nácar. Aquellos pocos centímetros de piel, me hacían imaginar lo que se escondía bajo sus sábanas. No pude resistirme y me acerqué lentamente.

Su olor.

Sus sábanas olían al jabón casero de la orden, pero su piel tenía un olor especial. Todo aquello me impulsaba a besar, oler, lamer. Era tan joven aún, que no podía diferenciarse de ninguna de nosotras, a pesar de que el respeto y el cariño que le teníamos nos hacían verla como nuestra hermana mayor.

Pero no era así, no era mayor, solo su hábito la hacía así. Allí, sin hábito era como yo.

Retiré su pelo de la cara, hundí mis dedos en él hasta llegar a su nuca. Ya no tenía miedo de ser descubierta, algo me decía que me perdonaría todo. Algo me decía que ella,  no era como las demás, era más mujer que religiosa.

En ese momento comenzó a moverse, y me retiré. Abrió sus ojos de golpe y me llevé un gran susto. Ambas nos lo llevamos.

-          ¿Qué pasa? – dijo.
-          Ha ocurrido algo – le dije – han entrado en la capilla y han hecho muchos destrozos. Además se han llevado imágenes y algún cuadro.
-          ¿Cómo? ¿Nadie escuchó nada? ¿Y la madre de puerta?.
-          Se quedó dormida y no se enteró de nada, es muy mayor y además sabes que anda mal del oído. Está llorando se siente muy culpable.
-          No pasa nada, vamos, vamos.

Comenzó a vestirse con mucho acelero. No reparó en esconderse ni pedir que le dejaran intimidad para ello. Su camisón de algodón dejaba entrever una silueta, muy estilizada.

Presta, sin pensarlo se desnudó por completo de espaldas a mí. Su espalda era fuerte, sus brazos trabajados y musculosos. Sus vértebras se intuían a la vez que sus costillas.

Sus caderas arropadas por sus bragas, no podían verse, pero imaginaba que continuarían de igual manera, fuertes y musculosas. Era una mujer muy activa, siempre se ofrecía para los trabajos de fuerza, estaba acostumbrada desde niña a trabajar en el campo. En casa no había hermanos varones y ella era la mayor, por lo que siempre trabajó codo con codo con su padre para sacar a todos adelante. Después en el convento continuaba siendo la que labraba el huerto, trabajadora incansable en todas las restauraciones necesarias de aquella casa…su casa. Siempre decía: “esto para mi, es un paseo”.

Era capaz de mover muebles y trabajar como un hombre. Y siempre tenía que turnar a las demás para que le ayudaran, porque no podía nadie con su ritmo.

Todo eso se reflejaba en su cuerpo. Al ponerse el sujetador, los músculos de sus brazos se hacían presentes. Al subir los brazos para ponerse el hábito, su espalda marcaba cada músculo por separado, los tendones de sus brazos eran visibles, era una mujer sin grasa, entre otras cosas, porque cuando escaseaba el alimento, era la primera en ceder su parte a las más jóvenes.

No podía disimular mi perplejidad ante la escena. Y cuando se dio la vuelta, me lo notó.

-          No te quedes ahí parada, venga vamos que pareces un pasmarote con esa cara de haber visto un fantasma que llevas.

Su sentido del humor y su naturalidad eran admirables. No tenía tapujos, tampoco pelos en la lengua y cuando había que hacer algo, o decir algo, tenía ese sentido del humor y sutileza que era capaz de vencer a cualquiera. Les decía cosas a las madres mayores sin que ellas mismas pudieran darse por ofendidas, puesto que lo hacía con su gracia natural, y nadie podía con eso.

Corrieron a la Capilla, varias madres lloraban y rezaban por lo ocurrido. La madre superiora era muy mayor, y siempre se apoyaba en ella para todo.

-          Venga, ya ha ocurrido y no podemos hacer nada, ahora hay que organizarse, no toquéis nada. Vamos, acompáñame que busquemos ayuda – me dijo.

Salimos con el coche, a toda velocidad hacia la comisaría más cercana. No era la primera vez, encuadrado el convento dentro de la ciudad, en una zona antigua bastante azotada por el paro y la droga, ya habían robado en varias ocasiones. Sor Amor sabía lo que hacía, tenía tanta seguridad que me abrumaba. Actuaba a golpe de tambor, sin que nada ni nadie la perturbara, ejecutando soluciones, a problemas distintos, a cada momento, fuera el que fuera, sencillo o grave. Solo paraba el momento necesario para pensar la solución y ejecutaba. Por eso todas acudíamos a ella, desde la cosa más grave, hasta las más tonta e insignificante.

-          ¿Otra vez me vas a preguntar eso? ya te contesté hace unos días. Busca en tu cabeza la respuesta – nos decía.

Tenía una memoria importante, no les gustaba que fuéramos dependientes y no nos permitía hacer que nuestra cabeza se hiciera perezosa. Todo eso la hacía ser para mí… una guía.

Cuando me preguntaba si había merecido la pena, condenarme a mi misma a la soledad de un convento, siempre aparecía ella como respuesta.

Aquel día algo cambió para mí. Ya no solo veía todo eso, sino que además la deseaba como mujer, aunque no quería reconocerlo.

Realizamos todas las gestiones con celeridad, bueno… ella realizaba,  yo observaba admirada. Generaba una actividad a su alrededor que hacía que todos se pusieran en marcha  rápidamente. Enseguida un mosso d’esquadra nos siguió con el coche a casa, a mi me gustaba llamarla así, casa, acompañado de un perro rastreador, y otros compañeros que se encargaban de coger huellas y demás. ¡Qué revuelo se lió! Un policía preguntaba a una madre, el otro recogía muestras, otro  hacía fotografías y nuestro joven mosso nos acompañó con su perro, a buscar la vía de acceso de los expoliadores.

Mientras Sor Amor, hablaba y hablaba, de las distintas posibilidades que debieron utilizar los ladrones, el mosso la observaba atentamente, pero al mismo tiempo me observaba a mi, no se muy bien por qué, si yo no abría la boca.

Era más o menos de mi edad. Yo noté como me miraba desde el principio. Era evidente que le parecía guapa o al menos atractiva. Me preguntaba directamente cosas, para que le contestara, pero mi timidez solo me permitía encogerme de hombros y bajar la mirada.

Fue un día agotador. Cuando se retiraron después de hacer su trabajo, comenzó el nuestro: La limpieza y el orden. Habían hecho cosas que a mi modo de ver, no hacía alguien que solo quería robar: Pintadas con estiércol del huerto, destrozos en algunas imágenes que no tenían intención de llevarse, por ser demasiado grandes y aparatosas.

Era evidente que no tenían el más mínimo respeto por nosotras ni lo que representábamos, pero además despreciaban la antigüedad de aquellos objetos, que por supuesto no tenían para ellos ningún valor sentimental.

Sin embargo, aquel día, varias madres lloraban por su Virgen y había que consolarlas. Sor Amor, como siempre con su sentido del humor lo arreglaba todo. Les decía cosas que nos arrancaban a todas una sonrisa, a pesar de la situación: “ Si es que llevaba mucho tiempo la Virgen sin ducharse, pues le lavamos la cara y ya aprovechamos para darle un repasico”.

Por la noche, todo volvió a la normalidad. Ya no podíamos hacer nada, había que dejar que la ley se hiciera cargo, y confiar en que consiguieran la devolución de las piezas robadas.

Pasaron unos días y todo volvió a la normalidad, todo, menos yo que no podía dejar de pensar en las imágenes de aquel día. Me excitaba sola en mi celda, y no podía dormir. No sabía lo que le ocurría a mi cuerpo, pero pensando en ella, me retorcía y perdía los nervios en la cama. No fueron días buenos para mí. La falta de sueño me hacía estar más irritable, y discutía con mis compañeras a menudo. En clase estaba desconcentrada, en los trabajos de casa débil y con el llanto fácil. Enseguida que me decían algo, me escondía a llorar en un rincón del jardín. Y a veces hasta me dormía abrazada a mis rodillas.

Aquel día, ella se sentó a mi lado y me despertó con un abrazo.

. ¿Qué te pasa, me lo vas a contar?

No pude, el llanto vino a mis ojos sin saber ni por qué. ¡Qué tonta! Nada había cambiado desde aquel día, pero yo, estaba triste sin saber.

Me abracé a su pecho, como una chiquilla chica, y lloré mucho tiempo.

Lloré recordando desde mi infancia hasta mi situación actual. Estaba en un convento, solo por escapar de mi familia, de sus planes de futuro para mí, y sobre todo de mi rechazo a lo que ellos entendían que debía de hacer, la vida normalizada que todo el mundo quería para mí.

Me dejó llorar. No dijo ni palabra.

CONTINUARÁ…en SIENTO COSAS



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