martes, 31 de enero de 2012

ESCÚCHALOS

Ese día recibió el regaño de mamá.

- ¿Por qué llegas tan tarde del cole? Me tenías preocupada, ¿dónde has estado?
- He visitado al abuelo – contestó.

Se quedó fría. Su padre llevaba varios años muerto. Comenzó a sentir el escalofrío que siempre sentía cuando le pasaban esas cosas. No podía ser. Su hijo no podía ver como ella, cosas que otros no ven. No quiso continuar y siguió con sus obligaciones.

Pasaron los días y el niño seguía hablando de su abuelo. Le comentaba cosas que hacían juntos, el cariño tan grande que le tenía y los juegos que hacían. Era imposible, tanto que comenzó ha hacer oídos sordos.

Los niños jugaban en la calle como antaño, era un barrio viejo y allí no existía el peligro de los coches. Muchas veces lo llamó a gritos por la ventana para cenar y no contestaba. Cuando acudía, siempre la misma escusa. El abuelo, que me ha invitado a merendar. Ya no tengo hambre, he cenado con el abuelo… y así, el abuelo se convirtió en su amigo imaginario, lo que le producía tanta grima, que comenzó a no hacer caso a sus comentarios. No tenían sentido sus palabras y además tenía miedo.

- Hoy se enfadó el abuelo y me ha pegado - puso de escusa un día, que traía un morado el brazo.

Poco a poco, con el paso del tiempo, comenzó a volverse un niño extraño. Rompía violentamente sus juguetes, y siempre le echaba la culpa al abuelo. Hablaba solo en su cuarto, manteniendo conversaciones con su supuesto amigo imaginario.

Ya no quería bajar a jugar, ya no quería ir solo al cole. Comenzó a tomarle miedo a cosas a las que desde niño, nunca tuvo. La oscuridad, el agua. Comenzó a orinarse en la cama y a no querer dormir solo.

Ella sabía cual era el problema de su hijo. Había comenzado a sentir como ella, que alguien nos rodeaba y necesitaba ayuda. Había intentado en vano hablar con él, contarle que ella sentía lo mismo, que comenzó de pequeña como él.

Pero cada día estaba más encerrado en si mismo, casi no hablaba. Hasta que aquella mañana, al salir del trabajo, sintió un gran golpe en su pecho.

¡Había olvidado recogerlo!

Corrió hasta el colegio, no estaba. Siguió la ruta que el utilizaba sin éxito. Volvió de nuevo al colegio, hasta que al final, decidió ir a casa, era el único sitio donde podía estar.

Al llegar, no lo encontró. Salió en su busca por el barrio, llamó a todos los vecinos, todos corrieron a buscarlo. Algo había ocurrido, no aparecía. Pasaron las horas y no aparecía. Avisaron a la policía que comenzó la búsqueda. Los reproches asaltaban su cabeza: “debí haber hecho … no tenía que haber … “

Hasta que sonó el móvil y la voz de una amiga le dijo: ¡está aquí!

Llegó a su casa, con la ropa manchada de sangre, un corte en el labio, demacrado y con los ojos perdidos. No quiso tomar nada. No quiso hablar. Solo miraba la pantalla de la televisión sin mover ni un solo músculo de su cuerpo.

El revuelo en la casa era grande, pero él no atendía a ningún estímulo. Médicos, policía, su familia y amigos. Todos intentaban sacarlo de ese estado sin éxito.

Le arroparon con una manta. Intentaron abrazarle, pero no quiso. Apartaba a todo el que se acercaba a él, sin ni tan siquiera mirarlo. No importaba quien fuera, solo que no lo rozara.

Y en la tele los dibujos, dieron paso a las noticias. Y entre muchas cosas que pasaron ese día, una entre todas, una se escucha clara y nítida:

“ … la policía consigue desmantelar una red de pederastia en la ciudad. Se requisan videos y fotografías de niños desde muy corta edad. Entre los imputados destacan, varios miembros de la policía, maestros y personal sanitario. Todo se destapó a raíz de la denuncia de unos padres contra un trabajador de los servicios sociales de la ciudad, que engañaba a los niños, haciéndose pasar por su abuelo”.


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