martes, 24 de enero de 2012

LAGARTA, LAGARTA

En el jardín del Hamman al-Walad , los baños del niño, había un estanque artificial, donde se acumulaba el agua de desecho de aquellos baños, antes de que la tierra se hiciera cargo de ella.

Cada mañana se recebaba la charca, tras la limpieza de los baños. Todo estaba listo al medio día para los bañistas.

Hasta bien entrada la noche continuaba la actividad y a la mañana siguiente vuelta a empezar. Esa charca no era igual que las demás, su agua perfumada con tomillo y romero, la hicieron especial, mágica.

En los balcones de los baños, ondeaban como banderas de la paz multitud de paños blancos que se utilizaban para atender a los clientes, uno para cubrirse las partes vergonzosas, ciñéndoselo a la cintura, y el otro para la cabeza a modo de turbante.

Alineados en sus ventanas los chapines.

Eran sandalias de madera o corcho imprescindibles para no quemarse los pies que les protegía del calor que el pavimento desprendía al estar sobre una cámara de aire que recibía el calor de las calderas.

Pocos eran los que se no avergonzaban de exhibir sus vergüenzas y paño al hombro, hacían su recorrido por los baños.

Primero la sala central, muy caliente y saturada de vapor. Allí se tendían en sus tarimas especiales para sudar en reposo mientras eran atendidos por los bañeros. Las esclavas favorecían la sudoración mediante masajes.

Después pasaban a la sala más caliente. La que se encontraba más cerca de la caldera y el horno. En cuclillas, eran enjabonados de pies a cabeza por las esclavas o por empleados del local. Con abundante espuma que finalmente aclaraban lazándole gran cantidad de agua muy caliente, con recipientes de madera resistentes a la transmisión de calor, levantando esta lluvia gran cantidad de vapor al caer al suelo caliente.

Después volvían  a la sala templada para reposar y reponerse, de esta parte tan importante del ritual del baño. De nuevo recibían expertos masajes para volver más tarde a la sala caliente a tomar una nueva ducha, esta vez de agua bien fría y regresar a la sala central a reposar y tomar nuevos masajes reactivos acompañados de aceites y perfumes, dependiendo de la bolsa del cliente.

Ya reconfortado, el bañista se envolvía en un albornoz de algodón, quedando en reposo en la sala central. La ligereza de su cuerpo y de su alma, lo desinhibía y quedaban un rato charlando de religión, de política o sobre los chascarrillos de la vecindad, e incluso algunos cenaban acompañados de este maravilloso ambiente.

En aquel mismo emplazamiento, existían unas termas que pertenecían a los romanos, donde cabía la posibilidad de inmersión e incluso de nadar en agua fría y caliente.  Pero a sus nuevos clientes les parecía innoble cubrir su cuerpo con agua que había sido utilizada por otra persona. Los baños de vapor eran más purificadores.

En aquel jardín vivía una joven rana que caminaba agachada a saltos por su estanque. Cada vez que quería transportar su cuerpo, tenía que hacer un gran esfuerzo arrastrando su gran barrigón, con ayuda de unas patas delgadísimas.

Cada vez que quería coger algo, no podía por culpa de sus manecillas inútiles.

Cansada de la vida que llevaba, arrastrando ese gran peso, saltando solo pequeñas distancias y con un gran esfuerzo, la rana comenzó a hacer ejercicio. Primero con sus bracitos, que colgaba de una rama dejando caer todo su peso sobre ellos. Podía quedarse colgada allí horas, incluso días. Poco a poco sus brazos se fueron desarrollando, alargando. Ella observaba a otras ranas del lugar y no solo tenían los brazos pequeñitos y débiles, incluso algunas los habían perdido.

Trabajó sus abdominales y consiguió que su cintura fuera la más estrecha. Sus piernas a su vez comenzaran a estirarse. Levantó su cabeza, caminó erguida. Le gustaba.

La gente la saludaba con sorpresa:

- ¿Cómo ha podido?

- ¡ Qué tipo tiene señora rana!

Tanto esfuerzo mereció la pena y comenzó a sonreír.

Cada vez más alegre, estiraba sus brazos hacia arriba cuando se despertaba por la mañana en su charca. Su espalda crujía y eso le producía una gran relajación. Caminaba con estilos diferentes. Con sensualidad como aquellas esclavas que atendían en los baños y que tantas veces las vio caminar por sus balcones o paso militar como las tropas que en ocasiones pasaban por su charca.

Todo transcurría bien, pero poco a poco, la gente comenzó a preocuparse por ella:

-          ¿Qué le ha pasado? Eso no debe ser bueno. Ha perdido mucho peso. Dicen que habla sola, dicen que canta y baila como si nadie la viera. Ha perdido la cabeza.

Cuando saltaba, a duras penas, en su charca con gran esfuerzo y trabajo, nadie se preocupaba por ella. Todo era normal, había que tener resignación con la vida que nos tocaba jugar a cada uno. Incluso la compadecían, pero al mismo tiempo nadie la ayudaba.

En aquel tiempo, el trabajo era agotador y el esfuerzo de mover sus carnes enorme. Nadie dijo nada. Ahora todos eran sus amigos, todos se preocupaban por ella y todos querían ayudar. Ayudarla a volver a la cordura. Ayudarla a volver a su estanque y a que no hiciera locuras.

-          Señora rana, usted debe dedicarse a sus renacuajos. Debe echar más formalidad. No tiene edad para esas niñerías. No puede llevar esa vida tan rara, no es sano.

Todo el mundo se preocupaba e intentaba ayudarla en aquellos momentos tan difíciles.

Comenzó a salir de su charca y a pasear por el barrio.

Descubrió lugares maravillosos que hasta ese día eran desconocidos para ella. Era una extraña en su propia ciudad, nadie la conocía a pesar de llevar toda la vida allí.

Cada vez que la paraba un vecino del barrio, le preguntaba porqué caminaba erguida y le aconsejaba volver a su forma natural de vida. Ella escuchaba pacientemente, mientras su espalda se le secaba al sol. Mientras le hablaban le caía lluvia en la espalda.

Pacientemente escuchaba mientras la nieve cubría su espalda. Y así, intentaba aprender de la sabiduría del resto de los habitantes de la ciudad, para poder tomar la decisión correcta.

Pero ocurrió algo extraño. Comenzó a picarle su espalda, pero no podía rascarse. Comenzaron a salirle escamas y cada vez se le endurecían más, sin que nadie pudiera ni siquiera ayudarla. Estaban muy ocupados dándole consejos, e intentando que normalizara su vida.

Cuando les hablaba de su problema, todos le decían, claro, eso por intentar andar erguida, eso te pasa por caminar a dos piernas. Sus palabras hacían que la tristeza cada día aparcara más en su corazón y sus piernas y sus brazos poco a poco, fueron perdiendo fuerza. Su espalda se fue endureciendo cada vez más. Cada día sentía menos las inclemencias del tiempo, aunque la gente no paraba de hablarle, cada día escuchaba menos sus consejos. Mientras, su espalda se fue haciendo fuerte e insensible.

Comenzó a agacharse, para poder llevar el peso de sus escamas y poco a poco, comenzó a andar a cuatro patas de nuevo. La lluvia, el frío y el sol, hacía que su espalda cada vez fuera más dura.

Hasta que un día intentó ponerse de pie y en lugar de eso se quedó tumbada boca arriba sin poder moverse.

Aquella rana que quiso ser lagarto, se convirtió gracias a sus amigos y sus consejos en una gran tortuga, fuerte, centenaria, majestuosa, perfecta.

Era muy respetada porque era sabia, era la más vieja de todos, gracias a su gran caparazón que la protegía de las inclemencias del tiempo y de los depredadores.

Pero su vida era lenta, monótona y muy triste.

Un día, la gran tortuga, se encontró con otra rana erguida, que quería ser lagarta y comenzaba a escamarse por la espalda. Se rascaba, lloraba y nadie la ayudaba. Se acercó y le dijo:

-          Ráscate conmigo, roza tus escamas en mi caparazón ¡Vamos! - la animaba – ya no te queda nada. Venga, sigue.

Una vez terminó y quedó limpia y satisfecha, tumbada boca arriba en el caparazón de la amiga, se acercó a su cabeza para darle un abrazo y la gran tortuga aprovechó para decirle al oído:


- No dejes que nunca te salgan las escamas, no escuches las maravillas que dicen todos que hacen y lo buenas que son, lo que protegen del sol.

Tú, corre, remójate, ráscate con arena y troncos de árbol. Salta y no dejes que nunca te salgan. No escuches a nadie, sigue con tu nervio y tu velocidad.

No dejes que nunca te salga el caparazón, morirás antes, pero vivirás libre. Y serás rápida y visitarás muchos lugares.

No escuches, que no te paren al sol, al frío, no dejes que nadie cambie tu cuerpo y vive deprisa, corre, sigue siendo una lagarta para siempre.
 
Pasaron más de mil años y se sigue recordando entre los vecinos, la historia de aquella lagarta, incluso hay una estatua que la recuerda.

Sobre ella pesan muchas leyendas y acusaciones de asesinato.

Todos piensan que es lagarto, pero en realidad aquella era, lagarta, lagarta.

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